17 de febrero de 2025

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Evangelio del día

Presentación del Señor

Primera lectura: Malaquías 3, 1-4
Salmo 23, 7-10
Segunda lectura; Hebreos 2, 14-18

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

Celebramos hoy la fiesta de la Candelaria, de las luces, así conocida allá por el siglo V. La Virgen María había dado a luz a la Luz del Mundo, Jesucristo. Hoy la llamamos fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo (a los 40 días del nacimiento). Jesús es presentado a Dios por sus padres, como corresponde con todo hijo primogénito e hicieron la ofrenda mandada por la Ley de Moisés.

Según Pagola, “el relato del nacimiento de Jesús es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más testigos que sus padres.

Al parecer, Lucas siente necesidad de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por Dios a su pueblo?

Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.

Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus «tradiciones humanas» en los atrios de aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.

Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón («El Señor ha escuchado»), la anciana se llama Ana («Regalo»). Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el «Grupo de los Pobres de Yahvé». Esperan de Dios la «consolación» que necesita su pueblo, la «liberación» que llevan buscando generación tras generación, la «luz» que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús”.

El reservorio de fe y esperanza se encuentra en dos ancianos que supieron reconocer en un niño frágil al “esperado de los tiempos”, al Mesías, al que debía venir, al Salvador, a la luz de las naciones. Dos ancianos que han aprendido a mirar en profundidad, a escuchar y dejarse conducir por el Espíritu de Dios. No están en el Templo por casualidad, sino por que han sido movidos por Dios y fueron obedientes a ese movimiento interno. Vivían conectados con ellos mismos y con el Dios de Israel. Solo el que vive conectado es capaz de ser obediente.

Ana “hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”. No se guarda el gozo y la alegría experimentada. Es misionera como lo es la Madre del pequeño. Habla acerca del niño, porque se ha encontrado con el niño que es el Salvador. Quien se encuentra con Dios no puede callarlo. Tú, ¿das testimonio de ello?

Quiera Dios que en la familia menesiana contemos con “ancianos y ancianas” que nos muestren al niño Dios, que nos enseñen a identificar a Jesús presente en el Templo de la escuela, porque sin dudas está en ella, que hablen de Jesús a los niños y jóvenes, con su palabra y su testimonio. ¿Conocen a algunos?

Los Padres y Jesús: Hacen con él lo que su fe les señala. No le consultan al niño Jesús si quiere pasar por esa experiencia, simplemente comparten con él su fe y su vivencia de la religión. Ofrendan a Dios a su primogénito. La verdadera y grata ofrenda al Padre, es ofrendado por sus padres. Jesús padece las acciones, no es el protagonista de ellas.

Los ancianos y Jesús: Simeón lo toma en brazos, se hace cargo de él, alaba a Dios emocionado, al punto que lo considera como lo máximo, pues ya ha visto todo, ha visto lo que anhelaba, fue como tocar el cielo con las manos… qué más, nada.
Ana, hablará del pequeño a todo aquel que quiera escuchar. Dos ancianos con los oídos bien atentos a las mociones del Espíritu; dos ancianos con los ojos bien abiertos para reconocer en el pequeño la grandeza de Dios; dos ancianos con la lengua suelta para hablar del pequeño; en fin, dos ancianos con corazón de entrañable misericordia para empatizar con Dios en el pequeño.


Dichosos los hombres animados de este espíritu, como el santo anciano Simeón, tienen a Jesucristo entre sus brazos y le pueden decir como la esposa del Cantar de los cantares “lo tengo y no lo dejaré”, se unen a él, saborean todas sus palabras, no dejan escapar ninguna, las recuerdan en su corazón, hacen de ellas su alimento y su fuerza y no quieren saber nada ni escuchar nada después de haber visto y escuchado a Jesucristo, salvación de Israel” (S 70 E 107)

Llevaron al niño a su tiempo
a ser consagrado en el Templo,
según lo que estaba prescrito
en la ley del Señor.
Y entonces, en aquel momento,
fue un hombre piadoso hasta el Templo,
sabía que no moriría sin ver al Señor.

Cuando vio a aquel niño lo abrazó
y bendijo a Dios
y alababa al cielo, Simeón:

Señor, según tu santa promesa,
a este siervo que te reza, 
puedes dejar ir en paz,
porque, a tu salvador he visto,
la luz de los pueblos, Cristo,
de Israel gloria será, gloria será.

Y los padres del niño admirados,
bendecidos por aquel anciano,
escuchaban como le decía a María algo más:
“Habrá quienes por él caerán,
mientras otros se levantarán,
pero a tu corazón una espada lo atravesará”.

Y la anciana Ana también dio gracias a Dios
porque vio a Jesús el Redentor.

Y así, volviendo a Galilea,
en Nazareth el Salvador crecía
en bondad y sabiduría,
con la gracia de Dios.