14 de enero de 2025

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Evangelio del día

San Raimundo de Peñafort

1° Juan 3, 22- 4,6
Salmo 2, 7-8. 10-12

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba. Y lo seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania.

El evangelista Mateo cuida mucho el escenario en el que va a hacer Jesús su aparición pública. Se apaga la voz del Bautista y se empieza a escuchar la voz nueva de Jesús. Desaparece el paisaje seco y sombrío del desierto y ocupa el centro el verdor y la belleza de Galilea. Jesús abandona Nazaret y se desplaza a Cafarnaúm, a la ribera del lago. Todo sugiere la aparición de una vida nueva.

Mateo recuerda que estamos en la «Galilea de los gentiles». Ya sabe que Jesús ha predicado en las sinagogas judías de aquellas aldeas y no se ha movido entre paganos. Pero Galilea es cruce de caminos; Cafarnaúm, una ciudad abierta al mar. Desde aquí llegará la salvación a todos los pueblos.

De momento, la situación es trágica. Inspirándose en un texto del profeta Isaías, Mateo ve que «el pueblo habita en tinieblas». Sobre la tierra «hay sombras de muerte». Reina la injusticia y el mal. La vida no puede crecer. Las cosas no son como las quiere Dios. Aquí no reina el Padre. Sin embargo, en medio de las tinieblas, el pueblo va a empezar a ver «una luz grande». Entre las sombras de muerte «empieza a brillar una luz». Así es siempre Jesús: una luz grande que brilla en el mundo.

Según Mateo, Jesús comienza su predicación con un grito: «Conviértanse». Esta es su primera palabra. Es la hora de la conversión. Hay que abrirse al reino de Dios. No quedarse «sentados en las tinieblas», sino «caminar en la luz».

Dentro de la Iglesia hay una «gran luz». Es Jesús. En él se nos revela Dios. No lo hemos de ocultar con nuestro protagonismo. No lo hemos de suplantar con nada. No lo hemos de convertir en doctrina teórica, en teología fría o en palabra aburrida. Si la luz de Jesús se apaga, los cristianos nos convertiremos en lo que tanto temía Jesús: «unos ciegos que tratan de guiar a otros ciegos». Por eso también hoy esa es la primera palabra que tenemos que escuchar: «Conviértanse»; recuperen su identidad cristiana; vuelvan a sus raíces; ayuden a la Iglesia a pasar a una nueva etapa de cristianismo más fiel a Jesús; vivan con nueva conciencia de seguidores; pónganse al servicio del reino de Dios.

No es difícil resumir el mensaje de Jesús: Dios no es un ser indiferente y lejano, que se mueve en su mundo, interesado solo por su honor y sus derechos. Es alguien que busca para todos lo mejor. Su fuerza salvadora está actuando en lo más hondo de la vida. Sólo quiere la colaboración de sus criaturas para conducir al mundo a su plenitud: «El reino de Dios está cerca. Cambien».


Los misioneros a quienes el Señor les envía no deben despertar sus miedos. No vienen a ustedes como ministros de la justicia divina. No arrastran tras ellos instrumentos de tortura. Ellos vienen a predicarles las misericordias de Dios. Ellos tienen su perdón en sus manos. Los invitan a recibirlo. Ellos son los doctores de sus almas. Háblenles con confianza. (Invitación a una Misión)

Señor toma mi vida nueva
antes de la espera
desgaste años en mí.
Estoy dispuesto a lo que quieras,
no importa lo que sea,
tú llámame a servir.

Llévame donde los hombres
necesiten tus palabras,
necesiten mis ganas de vivir;
donde falte la esperanza,
donde todo sea triste,
simplemente por no saber vivir.

Te doy mi corazón sincero,
para gritar sin miedo
lo hermoso que es tu amor.
Señor, tengo alma misionera.
Condúceme a la tierra,
que tenga sed de vos.

Y así en marcha iré cantando,
por pueblos predicando
tu grandeza, Señor.
Tendré mis manos sin cansancio,
tu historia entre mis labios,
tu fuerza en la oración.