14 de enero de 2025

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Evangelio del día

Santo Tomás de Cori

1ª Juan 5, 5-13
Salmo 147, 12-15. 19-20

Mientras Jesús estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme.
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado. Y al instante la lepra desapareció.
Él le ordenó que no se lo dijera a nadie, pero añadió: Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Pero él se retiró a lugares desiertos para orar.

La lepra, que se menciona en la Biblia, era sin duda una enfermedad peligrosa y repugnante. Peligrosa, no solo para el que la padecía, sino además (y sobre todo) para la población en general, ya que se trataba de un mal contagioso que resultaba una amenaza constante para la gente. De ahí, las precauciones que se tomaban con los leprosos, a los que se les apartaba de la convivencia, hasta el extremo de evitar cualquier forma posible de contacto con quienes padecían la enfermedad.

En una sociedad tan religiosa como en tiempos de Jesús, la religión intervenía en la situación de estos enfermos. Y era implacable con ellos. Se los consideraba “impuros”, excluyéndolos de las relaciones con los demás incluida su propia familia. De ahí, que tuvieran que vivir en el descampado y gritar la palabra “impuro” (Lev13). Los leprosos, por tanto, eran personas marginadas y excluidas de la sociedad, los más despreciados por una religión sin entrañas.

Jesús cortó radicalmente con aquellas prácticas. No solo acogió al leproso, sino que además, el relato dice que le tocó su piel enferma, cosa que estaba tajantemente prohibida. Y lo mandó presentarse al sacerdote, para cumplir con el trámite oficial para que el paciente se viera totalmente integrado en la convivencia social. Jesús no sólo sanaba a la persona, sino que además le devolvía su dignidad. Jesús concentraba su máximo respeto, su estima y su bondad en cada persona, en cada ser humano, tanto más cuanto la persona en cuestión era desgraciada y se veía peor tratada por la sociedad y por la religión.


Estaba impaciente por recibir noticias tuyas; hu­biera preferido que fueran mejores que las que me das, pues deseo vivamente tu curación, que pido a Dios de todo cora­zón si es para mayor gloria suya y tu salvación. Permanece del todo resignado a su santa voluntad: querer todo lo que Dios quiere y quererlo siempre, comple­tamente, sin reservas, ése es el reino de Dios que pedimos cada vez que rezamos el Padrenuestro. No sientas preocupación si tienes que faltar a alguno de tus ejercicios o los haces con un fervor menos sensible que otras veces: es propio de tu estado de salud.” (Al H. Eleazar, 25 de julio de 1848)

Gracias por acercarte a mí,
por extenderme tu mano,
por querer curar mi daño
y apoyarme en cada paso,
por hacerme al fin vivir.

Gracias por estar conmigo,
por alentar mi camino,
por cuidar de mis heridas,
por decirme que soy digna,
por mirarme siempre así.

Por iluminar mis dudas,
por tocarme sin repulsa,
por levantarme del lodo,
digan lo que digan todos
y quererme pese a mí.

Por dignificar mis días
haga o diga lo que diga
y enseñarme que la vida
es servir, no ser servida.
Gracias te doy hoy y aquí.

Gracias te doy, por quererme feliz,
por quererme feliz.