18 de abril de 2025

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Evangelio del día

Santos Cornelio y Cipriano – San Juan Macías

1ª Corintios 11, 17-26. 33
Salmo 39, 7-10.17

Jesús entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor.
Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: Él merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga.
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo –que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes– cuando digo a uno: Ve, él va; y a otro: Ven, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ¡Tienes que hacer esto!, él lo hace.
Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe.
Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.

En el Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos por nuestra fe en Dios. La fe es un don que nos abre a la vida de Dios, nos invita a experimentar que todo está en sus manos, que Él es nuestro Padre y nosotros somos sus hijas e hijos muy queridos.

La Buena Noticia del Reino de Dios, que trae Jesús, es para todos. Dios es Padre de todos sus hijos, más allá de cualquier realidad socio-política-cultural-religiosa. Todos estamos llamados a experimentar la paternidad de Dios y la fraternidad entre nosotros.

Jesús alaba la fe del centurión romano, que no es judío y probablemente poco conocía sobre Dios, pero ha sido capaz de confiar plenamente en la fuerza sanadora del amor de Dios que obra por medio de Jesús. El Centurión Romano, un hombre pagano, politeísta como todos los romanos, confía y cree en la fuerza sanadora de Jesús sin peros, sin condiciones. No necesita de grandes pruebas y discursos. Ni siquiera se siente “digno de recibir a Jesús en su casa”, le basta con que Jesús lo mande de palabra y su servidor quedará sano.

Esto le arranca a Jesús la admiración: “Les aseguro que ni en Israel he encontrado una fe tan grande?” ¡Cómo habrá impactado la fe del centurión romano en todos los que estaban junto a Jesús que, hoy, dos mil años después, antes de comulgar pronunciamos las mismas palabras del Centurión!: “Señor no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará…”

A la luz de este Evangelio podríamos hacernos la pregunta: ¿Cómo está mi fe en Jesús?


MÁXIMA
Señor, aumenta mi fe


¡Oh! ¡Cuánto mejor es reposar dulcemente entre las manos del buen Dios y encontrar nuestra felicidad en el cumplimiento de los deberes que la Providencia nos manda! ¡Cómo! ¿Seríamos menos dóciles a sus órdenes, le obedeceríamos con menos diligencia y amor que los siervos del centurión de los que habla el evangelio? “Yo digo a uno, ven, y viene; a otro vete, y va; a aquél haz esto, y lo hace”. Dios mío que tu voluntad sea siempre la mía. Sólo tengo un deseo, el de no oponer la más pequeña resistencia a lo que me pidas. Me entrego a ti completamente, haz de mí lo que te plazca. (Carta a Langrez, 1814)

Hay montañas que tengo que mover
con la fe que no duda de nada.
Hay batallas que tengo que vencer
con la fe que camina sobre el agua.
Ojos necesitan ser abiertos,
vidas necesitan sanidad.
Sé muy bien que solo, yo no puedo.
Es por eso que una vez más vengo a pedirte:

Dame fe para pelear la batalla.
para mover las montañas.
Ven y dame tu poder.
Dame fe
para abrazar tus promesas,
para llegar a la meta
y no dudar de ti otra vez.
Para ver que aun existen milagros.
Dame fe

Quiero ver, quiero verte actuar.
Quiero ver, quiero verte actuar.
Quiero ver, quiero verte actuar en mí.
Ya no quiero dudar de tu poder.
Quiero ser el que cumpla tus sueños.
Es por eso que no renunciaré.
Seguiré con la vista en el cielo.
Ojos necesitan ser abiertos,
vidas necesitan sanidad.
Sé muy bien que solo, yo no puedo.
Es por eso que una vez más vengo a pedirte:

Dame fe para pelear la batalla,
para mover las montañas.
Ven y dame tu poder.
Dame fe
para abrazar tus promesas,
para llegar a la meta
y no dudar de ti otra vez.
Para ver que aún existen milagros.

Quiero ver, quiero verte actuar.
Quiero ver, quiero verte actuar.
Quiero ver, quiero verte actuar en mí
Dame fe
Quiero ver, quiero verte actuar
Quiero ver, quiero verte actuar
Quiero ver, quiero verte actuar en mí

Hay montañas que hoy voy a mover
con la fe que no duda de nada…

JUAN DE ARCAS SÁNCHEZ, conocido como San JUAN MACÍAS (1585-1645) fue un religioso dominico español que evangelizó el Perú. Vino a América en 1620 y trabajó primero con ganaderos en la afuera de la ciudad de Lima. En 1622 entró con los dominicos. Era un hombre de gran bondad, que lo llevaba a repartir a los pobres lo que tenía. Fue amigo de Martín de Porres y coetáneo de Santa Rosa. Ayudaba a los más necesitados atendiendo el portón del monasterio. Era frecuente ver a los mendigos, los enfermos y los desamparados de toda Lima que acudían buscando consuelo. La clase alta tampoco era ajena a sus consejos; incluso el propio virrey Toledo y la nobleza de Lima acudían a él. Fue canonizado en 1975 por el papa Pablo VI.