26 de abril de 2025

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Evangelio del día

San Isidoro de Sevilla


Hechos 4, 13-21  
Salmo responsorial 117, 1.14-16.18-21  

Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios.
Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban.
Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.
Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado.
Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron.
Enseguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado.
Entonces les dijo: Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.

El primer problema, que plantea estos versículos finales del evangelio de Marcos, es el de su autenticidad. Este texto se encuentra en la mayoría de los manuscritos. Y está atestiguado por los autores del s. II: Ireneo, Justino … Sin embargo, lo más seguro es que este final del llamado evangelio de Marcos no haya sido escrito por Marcos, que cerró su relato recordando el miedo que tenían las mujeres y el silencio que mantuvieron después de la visión que tuvieron del ángel, que les dijo: “Ha resucitado, no está aquí” (Mc16,6). (W. L. Lane). Un final de realismo pesimista, por más desagradable que resulte. El misterio de la resurrección ha sido duro de aceptar desde el principio hasta hoy.

De todas maneras, el relato, en Mc 16,7, anuncia refiriéndose a Galilea: “Allí lo verán”. Es una promesa de resurrección y de apariciones: “se crea un sentido de unión contra todos aquellos, ya dentro de la historia o fuera de ella, que no aceptan el asunto” de la resurrección (W. C. Booth). Pero al mismo tiempo, se abre un horizonte de esperanza, de futuro, de presencia y fuerza de vida para quienes, por nuestra condición humana, nos vemos destinados al final inexorable de la muerte. Ese final, que inevitablemente nos asusta, en los anuncios y promesas del Resucitado nos ofrece un horizonte que representa la oferta de un sentido y un destino final que se condensa en esta pregunta: ¿Apunta la tumba vacía de Jesús hacia un triunfo sobre la muerte? (N. C. Croy; Joel Marcus).

No vamos a ser más honrados y más buenas personas porque exista o deje de existir la realidad de la resurrección. La honradez y la bondad no son un “negocio de eternidad” que se hace mediante la fe, y con Dios. La esperanza es un componente de la persona “no-corrupta”, de la gente honesta y buena. Mediante la delicadeza en la convivencia, sentimos y palpamos la esperanza viviente y operante., la presencia del Reino entre nosotros, fruto de la Resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo.


¡Qué pocos son los que desean sincera y ardientemente la propagación de la fe, la extinción de los errores, la sumisión de los espíritus soberbios e indómitos, la renovación de la piedad, la conversión de los pueblos! Normalmente somos fríos e indiferentes sobre todo esto, o por lo menos lo vemos con indiferente curiosidad. ¿Qué digo yo? Nos preocupamos mucho más por un pequeño acontecimiento familiar, por una discusión parroquial, por los rumores de la ciudad, que por la suerte que corre la religión y sus combates. Igualmente ignoramos lo que sus enemigos hacen contra ella y lo que se podría hacer para defenderla, por extender su reino, acelerar su éxito, por detener el curso de los escándalos que la asolan; no nos molestamos siquiera en informarnos, y frecuentemente hemos visto, con profundo dolor, que los sacerdotes tienen menos celo por hacer el bien o remediar el mal que los simples laicos. (A los novicios de la Congregación de S. Méen)

Señor toma mi vida nueva
antes de la espera
desgaste años en mí.
Estoy dispuesto a lo que quieras,
no importa lo que sea,
tú llámame a servir.

Llévame donde los hombres
necesiten tus palabras,
necesiten mis ganas de vivir;
donde falte la esperanza,
donde todo sea triste,
simplemente por no saber vivir.

Te doy mi corazón sincero,
para gritar sin miedo
lo hermoso que es tu amor.
Señor, tengo alma misionera.
Condúceme a la tierra,
que tenga sed de vos.

Y así en marcha iré cantando,
por pueblos predicando
tu grandeza, Señor.
Tendré mis manos sin cansancio,
tu historia entre mis labios,
tu fuerza en la oración.