17 de febrero de 2025

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Evangelio del día

San Marcelo I

Hebreos 3, 7-14
Salmo 94 6-11

Se le acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: Si quieres, puedes purificarme. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado. En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos.
Y acudían a él de todas partes.

¡Qué enorme la confianza del leproso! “Si quieres, puedes purificarme”. La fe del leproso rompió las reglas para acercarse al Maestro. La confianza en Dios tiene que ser osada. Este milagro, que empieza con la compasión, termina denunciando exclusiones.

Este milagro del leproso, supone muchas rupturas de la Ley.  Primero, el leproso, se acerca, luego, le habla a Jesús y luego el Señor lo toca. Jesús aparece como un trasgresor irritante para los judíos. La Ley establecía que el leproso estuviera alejado de la gente y gritando, siempre, “impuro” para que nadie se acerque a él y evitar hacer impuro al que se le acercara o lo tocara. Además, por su impureza, debía vivir fuera de la comunidad.

La primera inclusión del leproso es entrarlo en el circuito del cariño del que había sido excluido por su enfermedad. Jesús es el nuevo criterio de inclusión y lo envía a presentarse a los sacerdotes, como se indicaba en el Levítico, para ser nuevamente incluido en el pueblo. Jesús lo manda para dar testimonio oponiendo, veladamente, su propio Sacerdocio como nuevo criterio de inclusión. Lo manda para que los sacerdotes sepan quién lo curó.

Curado, el leproso queda incluido en la sociedad, pero, Jesús queda excluido al quedar impuro por tocarlo. Además, enterada la gente, Jesús no podía entrar a la ciudad y se debía mantener en lugares desiertos “y muchos acudían a Él de todas partes”.

La Ley y el sacerdocio de Aarón ya no son los que forman la comunidad. Jesús, en el desierto, es el protagonista de la inclusión. Jesús quedó fuera cuando lo crucificaron y fuera resucitó. El ‘fuera’ establece una distancia entre los criterios de la sociedad y los del Señor. Los cristianos quedamos fuera cuando no seguimos los dictámenes del mundo.

Con el milagro de este Evangelio, que tiene un sentido profundamente crítico de una sociedad enferma, Jesús denuncia otra enfermedad, la verdadera enfermedad, que no es la lepra, sino los criterios enfermos de una sociedad que excluye, porque ha errado en la interpretación de la Ley. Este milagro quiere sanar a una sociedad que está enferma en sus criterios de inclusión que, en aquella época, eran las leyes del Levítico, más todo lo que durante siglos habían ido interpretando de las Leyes. El mensaje de Jesús es crítico ante una lepra social que fabrica exclusión. A gente con este sentido crítico, en el Antiguo Testamento, se los llamaba profetas y evidenciaban que la sociedad no estaba respondiendo a Dios, que se estaban inventando su propia religión.

Lo más grave es que los criterios enfermos de exclusión no estaban basados en el miedo o la repugnancia, sino en leyes religiosas. Las leyes religiosas pueden llevarnos a enfermar como sociedad y a formular criterios de exclusión. Dejándonos penetrar por la mirada crítica y compasiva de Jesús, debemos revisar los criterios por los que nos sentimos incluidos y a quiénes miramos como excluidos, especialmente los que lo son por criterios religiosos, más peligrosos aún, porque aparecen bajo la razón del Bien.

En una sociedad enferma, los criterios de inclusión son el dinero, la fama, el prestigio social, las exclusividades del lujo… Jesús nos pide que descubramos cuál es la lepra del yo que siempre está buscando sobresalir y apartar a los que no son como uno. Los creyentes católicos no podemos decir que no nos pasa porque, históricamente, la Iglesia lo hizo de forma bárbara.

Un pecado de omisión es no sólo no actuar ente la exclusión que tantos padecen, sino no verla. Ver es un compromiso muy serio y, ver en serio, es un compromiso terrible. La paz y la alegría, el sentirse bien, son los síntomas para discernir la inclusión en Cristo, al acercarnos solidariamente a un hermano para lo que sea. El primer sanado es el que se acerca al necesitado. Esos son los sentimientos que llevan a una sociedad a criterios sanos.

Es común sentir impotencia ante la dimensión de los dramas humanos y no es excusa para no acercarse a quien lo necesite, aun sabiendo que el aporte es un granito de arena. Jesús no curó a todos y no resolvió todo. Un autor espiritual decía que “La raíz de toda pobreza es no ser escuchado en toda la vida. Detrás de un problema social y económico muy grande hay algo peor, una persona que no es tenida en cuenta, ni escuchada nunca. El compromiso del cristiano es llevar con su compañía, su fe. Hay que dejarse alcanzar por la realidad y ver, también, en nuestro entorno más cercano. (P. Pablo Rojas, Comunidad Nuestra Señora del Encuentro)


Huye de las disputas, no tengas nunca pretensión de dominar. Cede a los gustos de los otros, delicadamente, cuidando de no herirlos mediante bromas que los ofendan. La verdadera compasión no es huraña; es amable y ensancha el corazón; no se atiene a singularidades ni caprichos, sino que practica la caridad, la alegría y la paz. Todos ellos son frutos del Espíritu Santo, por los que sabrán que somos de Jesús” (Juan María pone estas palabras en boca de Jesús)

Abre, abre sin miedo,
abre mis puertas, Señor.
Entra en mi casa,
la mesa está puesta;
tan sólo faltan tu vino y tu pan.

Tus heridas y las mías compartidas,
se hacen vida en la mesa del Amor.
donde todas las lenguas se comprenden,
donde la diferencia se hace don;
donde cada patria se hace Reino
y no aleja una bandera, ni un color.

Cuando llenas nuestro hogar
con tu presencia y tu amistad,
caen los muros que el miedo levantó.
Tu Palabra nos invita a salir a los caminos.
Tú liberas y abres nuestro corazón
y el extraño se convierte en un hermano,
que nos acoge con paciencia y compasión.