San Silvestre I

1ª Juan 2, 18-21
Salmo 95, 1-2. 11-14

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan:
éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
“Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo”.
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás.
El Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

El evangelista Juan, al hablarnos de la encarnación del Hijo de Dios, no nos dice nada de todo ese mundo tan familiar de los pastores, el pesebre, los ángeles y el Niño Dios con María y José. Juan nos invita a adentrarnos en ese misterio desde otra hondura.
En Dios estaba la Palabra, la Fuerza de comunicarse que tiene Él. En esa Palabra había vida y había luz. Esa Palabra puso en marcha la creación entera. Nosotros mismos somos fruto de esa Palabra misteriosa. Esa Palabra ahora se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.
A nosotros nos sigue pareciendo todo esto demasiado hermoso para ser cierto: un Dios hecho carne, identificado con nuestra debilidad, respirando nuestro aliento y sufriendo nuestros problemas. Por eso seguimos buscando a Dios arriba, en los cielos, cuando está abajo, en la tierra.

Una de las grandes contradicciones de los cristianos es confesar con entusiasmo la encarnación de Dios y olvidar después que Cristo está en medio de nosotros:
Dios ha bajado a lo profundo de nuestra existencia y la vida nos sigue pareciendo vacía.
Dios ha venido a habitar en el corazón humano y sentimos un vacío interior insoportable.
Dios ha venido a reinar entre nosotros y parece estar totalmente ausente en nuestras relaciones.
Dios ha asumido nuestra carne y seguimos sin saber vivir dignamente lo carnal.
También, entre nosotros, se cumplen las palabras de Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.
Dios busca acogida en nosotros y nuestra ceguera cierra las puertas a Dios.

Y, sin embargo, es posible abrir los ojos y contemplar al Hijo de Dios “lleno de gracia y de verdad”. El que cree siempre ve algo. Ve la vida envuelta en gracia y verdad. Tiene en sus ojos una luz para descubrir, en el fondo de la existencia, la verdad y la gracia de ese Dios que lo llena todo.
Dejemos que nuestro corazón se sienta penetrado por esa vida de Dios que también hoy quiere habitar en nosotros.


¿Qué se propuso Dios, de hecho, en la encarnación de su hijo? Hacer que el hombre sea digno de él, uniéndose a él de la manera más íntima, para que participemos en su naturaleza de modo que seamos dignos de participar en su felicidad y su vida eterna. Ahora, por esta razón, no le bastaba tomar un cuerpo similar al nuestro, instruirnos con sus enseñanzas y ejemplos, rodearnos de gracias externas; era necesario que se identificara con nosotros, que su sangre fluyera por nuestras venas, que su mente fuera la luz de nuestra inteligencia, que su alma alimentara con su propia sustancia a nuestra miserable y perdida alma; finalmente, fue necesario que su divinidad viviera plenamente en nosotros, para que, al ser transformada y transformada en ella, pudiéramos decir con verdad lo que los ángeles dijeron en la locura de su orgullo: ‘He aquí que somos como dioses’, por la comunicación más perfecta posible del su ser divino. (Reparación de los ultrajes hechos a Jesucristo en la Eucaristía)

Yo creo en Dios que canta,
que la vida hace cantar. (2)

Creo en Dios que canta
y que tu vida hace cantar,
la dicha y el amor
son los regalos que él nos da.
Es como la fuente
que canta en tu interior
y te impulsa a beber
la vida que él te da.

Creo en Dios, que es padre,
que se dice al cantar,
él hizo para ti cantar la creación.
Nos invita a todos
que a la vida le cantemos,
solo pensando en él
brota sola una canción.

Creo en Jesucristo,
que es el canto de Dios Padre,
y que en el Evangelio
él nos canta con su amor.
Él hace cantar
la vida de los hombres,
y toda vida es la gloria del Señor.

Creo en el Espíritu
que canta en nuestro ser,
haciendo de la vida
un canto celestial.
Creo que la Iglesia
reúne nuestras voces
y nos enseña a todos
la música de Dios.