Santo Tomás de Aquino

Efesios 2, 19-22
Salmo 116, 1-2

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: ¡Hemos visto al Señor!
Él les respondió: Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás.
Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes!
Luego dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.
Tomas respondió: ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!

Jesús resucitado se hace presente, visible, experimentable en medio de la comunidad de discípulos. Sigue saliendo al encuentro de aquellos hombres y mujeres que, muertos de miedo, se han encerrado en el cenáculo, en el mismo lugar donde, pocos días antes, Él se les había entregado en un trozo de pan y un poco de vino.  
Jesús es capaz de penetrar en ese recinto cerrado, es capaz de hacerse presente en nuestro interior, a pesar de, tantas veces, estar encerrados en nosotros mismos. Y se pone en medio. Y cuando Él está en el centro de nuestra vida, de la comunidad, todo cambia: Vuelve la ilusión, vuelve la alegría, vuelve la esperanza. Y no nos deja en nosotros mismos, sino que nos envía. Sopla sobre nosotros su Espíritu y nos envía a perdonar, a ser instrumento de reconciliación.

Pero no todos estaban allí, faltaba Tomás. Y, para él, no fue suficiente el testimonio de quienes habían visto a Jesús resucitado. Ocho días después, aquellos discípulos seguían encerrados.
Todos necesitamos tiempo. Y Jesús vuelve a hacerse presente, los vuelve a inundar con su paz (¡la paz y la alegría son señales claras de la presencia del Resucitado!). Y se dirige a Tomás, el “incrédulo” (¡y todos tenemos algo de incrédulos). No lo deja en evidencia ni le reprocha; al contrario, accede a sus requerimientos, a esa necesidad de ver, de tocar que tenemos todos. Y Tomás, el incrédulo, hace la confesión de fe más grandiosa: ¡Señor mío y Dios mío…!
Así, Jesús ha recuperado también a Tomás y nos ha regalado una nueva bienaventuranza: «¡Dichosos los que creen sin haber visto!» Sí, dichosos quienes hemos creído en el testimonio de sus discípulos. Dichosos los que creerán a través de nuestro testimonio.

Sin duda, esta es una de las grandes tareas del Resucitado: Recuperar a quienes se han perdido, devolvernos la confianza, la alegría, la paz, romper nuestras barreras, ayudarnos a abrir nuestras puertas, a vencer nuestros miedos. ¡Cuántas veces lo ha hecho con nosotros! Y nos lanza al mundo, a ser testigos de esta maravillosa noticia. (Jacqueline Rivas, Hésed)


MÁXIMA
Felices los que creen


¡Oh, Dios mío, ¡si tuviéramos fe! ¡Esa fe viva, esa fe animada que penetra y que casi entiende los misterios celestes, esa fe que ve la aurora del día eterno! (M.86)

Dame una fe sencilla,
como risa de niños cuando juegan,
como gota de rocío que se rueda,
como cruz de rústica madera.

Dame una fe sencilla,
que se siente a la mesa de los pobres,
que se alegre de alegrar sus corazones
y que llore también con sus dolores.

Una fe así, parecida a ti.
Sencilla, como fue a la tierra tu venida,
como fueron tus historias campesinas,
como fue tu hogar en Palestina.

Dame una fe sencilla
para curar con esperanza la tristeza,
para cantar por el perdón en esta guerra,
para avivar el pábilo que humea.

Dame una fe sencilla,
que no le da espacio a la mentira,
que no logra acomodarse a la injusticia
y no calla lo que sabe que da vida.

Una fe así, parecida a ti.
Sencilla, como fue a la tierra tu venida,
como fueron tus historias campesinas,
como fue tu hogar en Palestina.

Sencilla, como tu mirada compasiva,
como aquellas aldeas recorridas,
como el amor que te llevó a dar la vida,
a dar la vida, a dar la vida.