Fiesta de Todos los Santos

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.

El día que la iglesia dedica a la memoria de todos los santos, la liturgia elige sabiamente el evangelio de las bienaventuranzas. La sabiduría de este texto, sorprendente y genial, está en que presenta un proyecto de dicha total, de felicidad sin límites. Esa dicha, esa felicidad, es total y no tiene límites porque ni la muerte podrá acabar con ella. Se trata, en efecto, de una felicidad que trasciende este mundo. Y que, por eso, es para siempre y sin limitación alguna. Es por eso la condición de los que la Iglesia considera y venera como santos.

Por eso, las nueve bienaventuranzas presentan nueve promesas de felicidad sin límite alguno, ante todo, en “esta vida”. Y por supuesto, también en la “otra vida”. Y señala las nueve situaciones que llevan a esa felicidad desde esta vida. Son, por tanto, nueve situaciones de hecho. Y nueve promesas de esperanza. Como es lógico, las nueve promesas de futuro no están en nuestras manos, porque dependen de Dios. Lo que está en nuestras manos y depende de nosotros son las situaciones de hecho. En esas situaciones de hecho es en lo que Jesús pone todo el acento.

Ahora bien, lo sorprendente está en que, leyendo y releyendo las nueve bienaventuranzas, las nueve condiciones para alcanzar el reino de los Cielos y la recompensa del cielo, nos encontramos con lo inesperado: ninguna de esas nueve bienaventuranzas indica prácticas relacionadas con la religión. Las nueve indican conductas relacionadas con la vida, con las condiciones y actitudes desde las que se puede hacer algo eficaz para que esta vida sea más humana, más soportable, más llevadera, más feliz.
Los que viven así esta vida, y solo ellos, tienen garantizada la promesa de felicidad sin fin en esa forma de existencia en la que soñamos, aunque nos cuesta creer en ella, y a la que denominamos la vida eterna. Es, en definitiva, la vida de todos los santos.


Me dan pena aquellos que no sienten qué hermoso es ver al Padre adoptarnos como hijos y extender sobre nosotros ese amor infinito que tiene por su Verbo. Qué dulce es escuchar la voz del mismo Dios que nos llama y que nos dice: Son mis hijos, tendrán la misma herencia que Jesucristo, su hermano, se sentarán sobre un trono, compartirán su gloria, serán felices en él, por él y con él durante toda la eternidad

Felices serán los pobres del mundo
Su Rey es un Dios que les vestirá
de anillos, de besos de una tierra nueva.
Felices los pobres, Dios será su pan.

Felices serán todos los que sufren,
millones de abrazos les acunarán.
Sanan sus heridas, sus lágrimas, risas.
Felices los tristes pues ahora reirán.

Felices serán los que no golpean,
los que con su fuerza luchan por la paz.
El futuro es suyo, la tierra es su tierra.
Feliz quien paz busca, paz encontrará.

Felices serán los que la justicia
con hambre reclaman un mundo mejor.
Todos los derechos para todo el mundo.
Feliz quien exige justicia y perdón.

Felices seréis, felices.
por fin la vida se iluminará.
Se romperá la tristeza.
Sois mil antorchas que van a alumbrar.
El mundo renace, podéis cantar
que el amor como la luz, os salvará.

Felices serán todos los que ayudan
socorren incendios, reparten el pan,
Lavan pies sin asco, salvan a los náufragos.
Feliz quien ayuda, pues le ayudarán.

Felices serán los de fondo limpio,
tendrán su milagro, blanco el corazón.
Sencillos cual niños, miran con cariño.
Felices los limpios, pues verán a Dios.

Felices serán los que se conmueven
y sienten lo ajeno dentro de su piel.
Aunque a veces tiemblen, reparten ternura.
Feliz el que ama, le amarán también.

Felices seréis si sois perseguidos,
si a pesar de todo, fieles seguiréis.
Quien está conmigo, tendrá pan y vino,
entrará en un Reino de abrazos eternos.
Felices por siempre, por siempre seréis.

Felices seréis, felices.
Por fin la vida se iluminará.
Se romperá la tristeza.
Sois mil antorchas que van a alumbrar.
El mundo renace, podéis cantar
que el amor como la luz, os salvará.
que es posible para todos
encontrar felicidad.


La fiesta de TODOS LOS SANTOS tiene una larga historia dentro de la Iglesia, nacida del deseo de honrar a todos los santos, conocidos y desconocidos, que ya gozan de la presencia de Dios.
Siglos II-III: Los primeros cristianos veneraban a los mártires que habían dado su vida por la fe, celebrando su memoria en los lugares de su martirio.
Siglo IV: Con el fin de las persecuciones, el número de mártires reconocidos creció tanto que fue imposible celebrar una fiesta para cada uno. Entonces surgió la idea de una celebración común para todos los santos.
Siglo VII: El papa Bonifacio IV (año 609 o 610) dedicó el antiguo Panteón de Roma a la Virgen María y a todos los mártires, instituyendo una fiesta en su honor el 13 de mayo.
Siglo IX: El papa Gregorio IV extendió esta celebración a toda la Iglesia y cambió la fecha al 1º de noviembre, para coincidir con la época de la cosecha en Europa y permitir una participación más amplia de los fieles. Desde entonces, el 1 de noviembre se celebra como el Día de Todos los Santos en la Iglesia Católica.
La fiesta recuerda que todos estamos llamados a la santidad, no solo los grandes santos canonizados. Es una ocasión para agradecer a Dios por el testimonio de hombres y mujeres que vivieron con fe, amor y esperanza, y que ahora interceden por nosotros ante el Señor.