San Carlos Borromeo

Uno de los invitados le dijo a Jesús: ¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!
Jesús le respondió: Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: “Vengan, todo está preparado”. Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: “Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes”. El segundo dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes». Y un tercero respondió: «Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”.
A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, y éste, irritado, le dijo: “Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos”.
Volvió el sirviente y dijo: “Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar”.
El señor le respondió: “Ve a los caminos y a lo largo de los cercados, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa. Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”.

En este Evangelio Jesús nos muestra cómo la entrada o no en el banquete del Reino depende absolutamente de cómo cada uno responda a la invitación que Dios nos hace a todos.

No es cuestión de suerte o de privilegio, o que Dios escoja a unos y no a otros. Sea como sea su situación actual, santa o pecadora, creyente o no creyente, tibia o ferviente, segura o con dudas, tranquila o llena de problemas, cada cual es invitado por su nombre. Y, a partir de ahí, para responder, ha de jerarquizar sus prioridades a fin de que, en todo lo que piensa, siente, hace o cómo se relacione, quede claro cuál es el criterio con el que discierne sus opciones y conductas. Dios no quiere lugares sin ocupar. Va a seguir insistiendo.

No dejemos pasar su invitación. Si la aceptamos, nuestra vida personal, social y eclesial se irá configurando según su voluntad.


Hagamos violencia al Reino de Dios, siguiendo la expresión del Evangelio; forcémoslo como tantos otros lo han hecho antes que nosotros. Vemos cómo desde el seno de ese Reino celestial nos tienden los brazos, nos invitan, nos apuran para que vayamos hacia ellos; para que todos podamos ser consumados en la unidad y que no tengamos más que una sola voz para alabar y bendecir al Dios de los dioses en el Monte Sion. (Sermón para la fiesta de todos los santos

Camino entre valles y altura
mirando la tierra prometida.
Soy extranjero, soy peregrino,
mi casa es tu Reino, Señor.

Soy viajero en tus montañas,
mi casa está en tu Reino.

Abraham miró hacia adelante,
esperó la ciudad celestial.
Ellos confiaron, siguieron la senda,
caminando por fe y no por vista.

Aunque no veo con mis ojos,
confío en tu promesa.
Aunque no veo con mis ojos,
mi fe camina contigo.

¡Gloria al Hijo!
¡Gloria al Señor!
Mi casa está en tu Reino.


San Carlos Borromeo nació en Arona, Italia, en 1538, en una familia noble. Desde joven mostró gran piedad y dedicación a la Iglesia. Estudió derecho canónico y civil en la Universidad de Pavía, y a los 22 años su tío, el papa Pío IV, lo nombró cardenal y secretario de Estado del Vaticano.
Tuvo un papel muy importante en el Concilio de Trento, ayudando a aplicar sus reformas para renovar la vida cristiana y corregir los abusos dentro de la Iglesia. Más tarde fue nombrado arzobispo de Milán, donde se destacó por su gran celo pastoral: visitaba personalmente las parroquias, fundó seminarios para formar sacerdotes, ayudó a los pobres y cuidó a los enfermos durante las epidemias.
Vivió con sencillez, dedicando su vida al servicio de Dios y del pueblo. Murió en 1584, a los 46 años, y fue canonizado en 1610. San Carlos Borromeo es considerado modelo de obispos y patrono de los seminaristas y pastores.