San Edmundo

Cuando Jesús estuvo cerca y vio la ciudad de Jerusalén, se puso a llorar por ella, diciendo: ¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes.
Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios.

Este pasaje nos muestra uno de los momentos más humanos y más divinos de Jesús: llora por Jerusalén. No llora por sí mismo, sino por un pueblo que ama profundamente, un pueblo que no supo reconocer la cercanía de Dios. En esas lágrimas se revela el corazón de Cristo: un corazón que no condena, sino que sufre antes de que lleguen las consecuencias de la obstinación humana.

Jesús contempla la ciudad y dice: “Si tú también hubieras comprendido el mensaje de paz…” La verdadera tragedia no es el ataque de los enemigos, ni la destrucción que vendrá; la tragedia es no haber visto la presencia de Dios cuando Él estuvo cerca.
Esas palabras son como un eco que también alcanza nuestra propia vida: ¿cuántas veces perdemos la paz porque no reconocemos el paso de Dios en nuestras situaciones, en las personas que nos rodean, en los llamados que sentimos en el corazón?

El texto nos invita a revisar nuestra mirada. Jerusalén no vio porque tenía los ojos ocupados en otras cosas: en sus seguridades, en sus esquemas, en sus expectativas. Y a veces nosotros también podemos vivir con una mirada nublada por el miedo, por la prisa, por el ruido interior. Entonces Dios pasa —no con estruendo, sino con suavidad, con una invitación, con un gesto de amor— y no lo vemos.

Jesús llora porque sabe que, al cerrarnos a la paz de Dios, inevitablemente nos abrimos al conflicto, a la destrucción interior, al desgaste del corazón. La vida sin Dios se va muriendo. Pero su llanto también revela una esperanza: todavía estamos a tiempo. Mientras Jesús llora por la ciudad, aún la ama, aún la espera, aún la busca.

Deja que la mirada compasiva de Jesús toque tu propia ciudad interior. Deja que Él llore contigo aquello que necesitas sanar, aquello que te causa destrucción, aquello que ha perdido la paz. Él no viene a juzgar, sino a visitar, a ofrecer de nuevo lo que Jerusalén rechazó: una paz que no viene del exterior, sino de su presencia.


Poco les importaría que existiese un Dios, si el fuese indiferente a todo lo que pasa sobre la tierra. Pero, después de haber creado al hombre, es imposible que lo olvide y que no se ocupe ya de aquél a quien ha creado a su imagen y semejanza. (Sermón sobre Dios)

Me tocaste Jesús y cerré mi puerta.
Y me hablaste Jesús
con el Pan y el Vino y así,
con tu sombra detrás, que todo alumbró
tu rostro sereno.

Con un trozo de ayer
yo te esperé en mi puerta,
con un montón de papel
que jamás se pudo leer.
Y casi sin mirar me alejé, Jesús.
Sentí tu llamada.

Me sonrió dulce y me miró fijo.
Yo soy tu amigo, me dijo.
Le sonreí luego y lo sentí cerca.
Tienes un nuevo amigo.

Hoy he vuelto al lugar
donde hay amor sincero.
No me quiero alejar.
Por favor escucha, Jesús.
Donde hay vida tú estarás.
Quiero ser de ti,
tu hermano, amigo.


San EDMUNDO (†869) fue rey de Anglia Oriental y es recordado como mártir y modelo de fe y valentía cristiana. Subió al trono alrededor del año 855, con apenas unos 14 años, y gobernó con justicia, procurando la paz y el bienestar de su pueblo. Se destacó por su piedad, su humildad y su deseo de reinar siguiendo el Evangelio.
Durante las invasiones vikingas en Inglaterra, Edmundo se negó a renunciar a su fe ni a someterse a los invasores paganos. Según la tradición, los vikingos lo capturaron y le exigieron abandonar a Cristo. Él prefirió morir antes que traicionar su fe. Fue martirizado en el año 869. Su muerte lo convirtió en símbolo de fidelidad a Cristo y de coraje ante la injusticia.
Muy pronto comenzó su veneración, y su tumba se convirtió en un importante centro de peregrinación durante siglos. Es patrono de Inglaterra (antes de San Jorge), de reyes, de los que sufren persecución y de quienes buscan defender la fe con firmeza y amor.