La Sagrada Familia de Jesús, María y José

Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: «Desde Egipto llamé a mi hijo».
Cuando murió Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto, y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.
José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel. Pero al saber que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: ‘Será llamado Nazareno’.

“En este primer domingo después de Navidad, la Iglesia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros.

Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades. Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día las Redes Sociales dan cuenta de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, persecución, falta de futuro, opresión, y de otros graves peligros, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias.

En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre los refugiados y los inmigrantes encuentran auténtica acogida, respeto, aprecio por los valores que llevan consigo. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que a veces parecen insuperables. Por ello, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que se ve obligada a huir, pensemos en el drama de los inmigrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación, que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero pensemos también en los demás «exiliados»: yo les llamaría «exiliados ocultos», esos exiliados que pueden encontrarse en el seno de las familias mismas: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias que estorban. Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.

Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde la persona está en peligro, allí donde la persona sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde la persona sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares.

Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. (Todos: permiso, gracias, perdón) Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana.

Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosles a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.” (Papa Francisco)

Dios y la familia:
La familia constituida por María, Jesús y José vive varias peripecias, entre ellas la persecución y el destierro. La presencia real de Jesús no les ahorró dificultades. La lógica de relaciones que José tenía con Dios las contagió y compartió con su familia. Dios (el Ángel del Señor) se le sigue manifestando y lo hace en el sueño. José y su familia es obediente (hacen lo que escuchan como venido de parte de Dios). Este actuar de la familia formó en Jesús una imagen de Dios y posibilitó una experiencia de Dios que fue la que Jesús ahondó y compartió luego con su gente al anunciar la Buena Noticia del Reino.


En esta época dichosa, los vuelvo a ver a todos, nos reencontramos en esta casa en la que han sido de nuevo engendrados en Jesucristo y que les ha servido de cuna; aquí gustarán, saborearán con delicia las santas alegrías de la familia; cantarán a una sola voz, en un solo coro, el cántico del profeta: ‘Qué bueno, qué dulce es para los hermanos habitar juntos en una misma morada. La paz fraterna de la que gozan es como el perfume que, derramado en la cabeza de Aarón, desciende sobre su rostro hasta el borde de sus vestidos; es como el rocío del Hermón que desciende sobre la montaña de Sión’. (Sermón sobre el retiro)

En un rincón
del establo más pobre en Belén,
una madre que arrulla un bebé
con un canto de adoración,
admirada de poder tener
en sus brazos a su salvador.

Duerme Jesús,
que la aurora ya llega a Belén.
Una estrella te viene a alumbrar
para que todos te puedan ver.
Duerme ya, mi Jesús, Emmanuel,
mi tesoro y mi salvador.

Mira, José, qué pequeños
sus manos y pies.
Y pensar que es el rey de Israel,
el caudillo que vino a salvar
a su pueblo de la oscuridad.
Este niño es mi Dios y mi rey.

Y así siguió arrullando
María a Jesús,
acunando en sus brazos a Dios.
Y José, conmovido también,
se asombra de poder formar
la familia sagrada con él.