Santa María Laura de Jesús Montoya

Romanos 4, 13. 16-18
Salmo 104, 6-9. 42-43

Evangelio: Lucas 12, 8-12

Jesús dijo a sus discípulos: Les aseguro que aquél que me reconozca abiertamente delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de Dios.
Pero el que no me reconozca delante de los hombres, no será reconocido ante los ángeles de Dios.
Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir.


El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharlo en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo. (P. Luis Gralla)


Palabras de Juan María


El Espíritu Santo, que se hace sentir en el fondo de sus corazones con una fuerza particular en estos días de gracia y de recogimiento, les inspira estrechar los lazos dichosos que ya los unen a Jesucristo y renovar la promesa que le han hecho de tomarlo como su herencia y su cáliz. (Sermones VIII p. 2368)


Sopla – Metanoia

Sopla, Señor, te lo pido;
quédate esta noche en mi alma,
pues sólo tu amor y abrigo
me darán consuelo y calma.

Sopla Señor, sopla fuerte,
envolveme con tu brisa
y en tu Espí­ritu renovame;
hazme libre en tu sonrisa.

A pesar de mis caí­das
hazme fiel a tus promesas,
Sopla, Señor, en mi vida
y arrancame esta tristeza.

Sopla, sopla, Señor, tu grandeza,
sopla, hazme fiel en mi pobreza, sopla…

Sopla, Señor, en mi oído,
sopla fuerte, arranca el miedo,
pues sin Ti me hallo perdido,
sin tu luz me encuentro ciego.

Sopla, Señor, hazte viento
y bautí­zame en tu nombre.
Llámame a servir Maestro,
hazme fiel entre los hombres.

Toma mi vida en tus manos,
mis sueños, mi amor, mi todo,
mi cansancio, mis pecados
y moldéame a tu modo.

Sopla y bautí­zame en tu brisa,
sopla, renovame en tu sonrisa, sopla.

Sopla, Señor, tu caricia
por sobre mis sentimientos.
Que sea el ángel de tu brisa
quien obre en todo momento.

Sopla Señor, hazte canto,
pon tu palabra en mis manos,
en ellas tu Providencia
y bendice a mis hermanos.

Quiero ser de tu árbol, rama,
fruto nuevo de tu cielo,
que madure en tu palabra
como un ave en pleno vuelo.

Sopla y bautí­zame en tu brisa,
sopla, renovame en tu sonrisa, sopla.