Beato Miguel Agustín Pro – San Clemente I

1ª Macabeos 2, 15-29
Salmo 49, 1-2. 5-6. 14-15

Cuando Jesús estuvo cerca y vio la ciudad de Jerusalén, se puso a llorar por ella, diciendo: ¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes.
Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios.


Jesús también lloraba, igual que tú. Tenía sentimientos, se alegraba con las buenas noticias de sus discípulos y se entristecía con la muerte de su amigo Lázaro. Igual que nosotros. Por eso conoce perfectamente el corazón humano, pues Él pasó por los mismos estados de ánimo que experimentamos nosotros.

Aquí lo vemos llorar por Jerusalén, la ciudad del pueblo elegido, con quien Dios estableció su Alianza.
Desde hacía siglos había escogido a Abrahán y a sus descendientes, confió a Moisés la misión de sacar al pueblo de la esclavitud, le dio un Decálogo, lo guio con amor, le envió profetas y lo preparó para la venida de su Hijo. ¡Cuánto esperaba Dios de ese pueblo! Sin embargo, vino Jesús a este mundo «y los suyos no lo recibieron».

La historia de Israel puede ser muy bien nuestra historia. El Señor pensó en cada uno de nosotros y nos dio la vida a través de nuestros padres. Luego nos hizo sus hijos adoptivos en el Bautismo. Y no ha cesado de derramar gracias para que seamos santos… Sin embargo, somos como la Jerusalén por la que Jesús lloró: fríos, insensibles a todos estos dones.

Hoy intentaremos no ser el motivo de las lágrimas de Jesús. Vamos a acogerlo y a poner en práctica su mandato -el de la caridad con todos-, pidiéndole que perdone nuestras infidelidades y nos dé a conocer «su mensaje de paz». (Cf. catholic.net)

Nos pueden ayudar a interiorizar este evangelio la invitación que nos hace el Hno Hervé Zamor s.g. en una de sus cartas a la Familia Menesiana:
“En el aula, en la escuela, en la familia, en su lugar de misión, el menesiano es esa madre que tiene la capacidad de ponerse en la piel de su hijo para experimentar a su lado sus alegrías, sus penas, sus dificultades, sus momentos difíciles.
Esta pedagogía del corazón enseña a amar y salvar a los jóvenes respetando su dignidad y su fragilidad.
¿Quién mejor que María puede enseñarnos a ensanchar este corazón misericordioso que sabe cuidar la caridad fraterna con el aroma de la dulzura y el óleo de la ternura? 
Ella es la mano tierna y maternal que consuela, repara con cariño y educa a las personas para que se preocupen por los demás. Ella es el oído atento y discreto que nos enseña a ser más hermanos de Cristo y del prójimo.” (Carta N° 25 ¡Al servicio de la fraternidad!)

Jesús se preocupa por mí


Poco les importaría que existiese un Dios, si el fuese indiferente a todo lo que pasa sobre la tierra. Pero, después de haber creado al hombre, es imposible que Él lo olvide y que no se ocupe ya de aquél a quien ha creado a su imagen y semejanza. (Sermón sobre Dios)

Me tocaste Jesús y cerré mi puerta.
Y me hablaste Jesús
con el Pan y el Vino y así,
con tu sombra detrás, que todo alumbró
tu rostro sereno.

Con un trozo de ayer
yo te esperé en mi puerta,
con un montón de papel
que jamás se pudo leer.
Y casi sin mirar me alejé, Jesús.
Sentí tu llamada.

Me sonrió dulce y me miró fijo.
Yo soy tu amigo, me dijo.
Le sonreí luego y lo sentí cerca.
Tienes un nuevo amigo.

Hoy he vuelto al lugar
donde hay amor sincero.
No me quiero alejar.
Por favor escucha, Jesús.
Donde hay vida tú estarás.
Quiero ser de ti,
tu hermano, amigo.