San Juan Damasceno

Isaías 2, 1-5
Salmo 121, 1-2. 4-9

Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión, rogándole: Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente.
Jesús le dijo: Yo mismo iré a curarlo.
Pero el centurión respondió: Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: «Ve», él va, y a otro: «Ven», él viene; y cuando digo a mi sirviente: «Tienes que hacer esto», él lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.
Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos
.

Sin duda el evangelista quiere mostrar cómo la fe en la Palabra de Jesús conduce al reino de los cielos más eficazmente que la pertenencia al “pueblo elegido”. De este modo, hace de los creyentes en Jesús miembros de la gran familia de los patriarcas, es decir, los introduce en “el pueblo de las promesas”, anteponiéndose incluso a los propios judíos.

Habitualmente se ha entendido la fe, como una adhesión mental a una doctrina o una persona. Así entendida, creía en Jesús quien admitía que era Hijo de Dios encarnado por quien se nos alcanzaba la vida eterna. Esto supone entender la divinidad como un Ente separado del que depende el destino de los seres humanos. Quien se mueve así, no siente ningún cuestionamiento.

“Creer en Jesús” no es algo que pase, en primer lugar, por la mente. Tal como Él mismo dijo, pasa antes por el “corazón”: “No todo el que me diga “Señor; Señor” entrará en el Reino de Dios, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). La Fe en Jesús es más una cuestión de actitud y de práctica que de creencias mentales, tal como lo pone de riele la parábola del “juicio de las naciones”, donde el Maestro reconoce a quien alimenta al hambriento, viste al desnudo, … (Mt 25, 31-46). Pero es todavía más que eso: no solo se trata de seguir sus actitudes y su comportamiento. Creer en Jesús significa reconocernos en aquella “identidad compartida”, donde todos somos uno, donde nuestro anhelo se plenifica. ¿Qué significa, para mí, creer en Jesús?

Señor, aumenta mi fe


Hagan callar en el fondo de su espíritu todas esas vanas murmuraciones, todas esas vacilaciones secretas que les hacen tanto mal… Sean, sean hombres de fe y vencerán al mundo”. (S. VIII, 83. Motivos de desaliento)

Creer en ti señor
no es sólo la palabra vocación,
es desgastarse entre los hombres por amor.
Creer en ti es mucho más
que llevar tu nombre en mi voz,
es permitir que sea tu gracia
quien viva en mi corazón.
Creer en ti no es sólo pedir
por el pecador,
es el abrir mis brazos pronto al perdón.
Creer en ti no bastará
para cambiar la situación,
es transformarse en hombre nuevo
y anunciar la salvación.

Por eso, yo quiero creer en ti,
quiero que me sanes,
que me transformes,
me hagas feliz.
Yo te doy mi vida,
tú me das la mano,
y así es como siempre
yo te quiero amar.
Por eso yo quiero creer en ti,
seas tú mi esperanza,
mi fortaleza, mi plenitud.
Yo te doy mi vida,
tú me das la mano y así juntos
siempre hasta la eternidad.


Creer en ti señor
no es signo de debilidad,
es la confianza de que un día volverás.
Creer en ti no es el refugio
de quien vive en soledad,
es plenitud de vida nueva
de vida en comunidad.
Creer en ti señor
no es sólo para el mundo pedir paz,
es trabajar para que sea realidad.
Creer en ti no me asegura
que no pueda yo fallar,
más en ti he puesto mi esperanza
y me puedo levantar.
Y por eso yo quiero creer en ti,
quiero que me sanes,
que me transformes me hagas feliz.
Yo te doy mi vida,
tú me das la mano,
y así es como siempre
yo te quiero amar.