Inmaculada Concepción de María

Génesis 3, 9-15. 20
Salmo 97, 1-4
Efesios 1, 3-6. 11-12

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José.
El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: ¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.
María dijo al Ángel: ¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?
El Ángel le respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios.
María dijo entonces: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho.
Y el Ángel se alejó.

La primera palabra de parte de Dios a sus hijos, cuando el Salvador se acerca al mundo, es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María: “Alégrate”. Jürgen Moltmann, el gran teólogo de la esperanza, lo ha expresado así: “La palabra última y primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no es condena, sino absolución. Cristo nace de la alegría de Dios, y muere y resucita para traer su alegría a este mundo contradictorio y absurdo”.

Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede forzar a que esté alegre; no se le puede imponer la alegría desde fuera. El verdadero gozo ha de nacer en lo más hondo de nosotros mismos. De lo contrario será risa exterior, carcajada vacía, euforia pasajera, pero la alegría quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón. La alegría es un regalo hermoso, pero también vulnerable. Un don que hemos de cuidar con humildad y generosidad en el fondo del alma. El novelista alemán Hermann Hesse dice que los rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres y mujeres se deben a que “la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni el bolsillo”.

Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la tierra? ¿Cómo se puede reír cuando aún no están secas todas las lágrimas y brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra? La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos. La alegría verdadera solo es posible en el corazón del que anhela y busca justicia, libertad y fraternidad para todos. María se alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados. Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que lloran. Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados. Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a los demás…” (José Antonio Pagola)


Pidamos a la Santísima Virgen, que no buscó ni amó, en esta tierra, más que a Dios, a su divino Hijo, que nos obtenga la gracia de comprender mejor de lo que lo hemos hecho hasta ahora, que todos los bienes vienen de Dios como de su fuente, y que la dicha como la santidad consisten en reposar nuestra alma en su seno, en amarle sin medida y servirle con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas. Ave María.” (Reflexiones sobre el fin del hombre)

Dios te salve, María, sagrada María,
señora de nuestro camino,
llena eres de gracia, llamada entre todas
para ser la Madre de Dios.
El Señor es contigo y tú eres la sierva
dispuesta a cumplir su Misión
y bendita tú eres, dichosa te llaman
a ti, la escogida de Dios
y bendito es el fruto que crece en tu vientre,
el Mesías del pueblo de Dios,
al que tanto esperamos que nazca
y que sea nuestro Rey.

María, he mirado hacia el cielo,
pensando entre nubes tu rostro encontrar,
al fin te encontré en un establo,
entregando la vida a Jesús salvador.
María, he querido sentirte
entre tantos milagros que cuentan de ti;
al fin te encontré en mi camino,
en la misma vereda que yo;
tenías tu cuerpo cansado,
un niño en los brazos
durmiendo en tu paz.
María, mujer que regalas
la vida sin fin.

Tú eres Santa, María, eres Nuestra Señora,
porque haces tan nuestro al Señor.
Eres Madre de Dios, eres mi tierna madre
y madre de la humanidad.
Te pedimos que ruegues por todos nosotros,
heridos por tanto pecar,
desde hoy, hasta el día final
de este peregrinar.
María, he buscado tu imagen serena
vestida entre mantos de luz;
y al fin te encontré dolorosa,
llorando de pena a los pies de una cruz.
María he querido sentirte
entre tantos milagros, que cuentan de ti;
al fin te encontré en mi camino,
en la misma vereda que yo;
tenías tu cuerpo cansado,
un niño en los brazos,
durmiendo en tu paz.
María, mujer que regalas
la vida sin fin.

Dios te salve, María, sagrada María,
Señora de nuestro camino…