Santo Domingo de Silos

Isaías 7, 10-14
Salmo 23, 1-6

En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José.
El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: ¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.
María dijo al Ángel: ¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?
El Ángel le respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios.
María dijo entonces: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho.
Y el Ángel se alejó.

La voluntad de Dios es la ley suprema que establece la verdadera pertenencia a Él. María instaura un vínculo de parentesco con Jesús antes aún de darlo a luz: se convierte en discípula y madre de su Hijo en el momento en que acoge las palabras del Ángel y dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra«. Este “hágase» no es sólo aceptación, sino también apertura confiada al futuro. ¡Este «hágase» es esperanza!

María es la madre de la esperanza, la imagen más expresiva de la esperanza cristiana. Toda su vida es un conjunto de actitudes de esperanza, comenzando por el «sí» en el momento de la anunciación. María no sabía cómo podría llegar a ser madre, pero confió totalmente.» (Papa Francisco, 21 de noviembre de 2013)

Cuando pensamos en el «Sí» de María a la propuesta de Dios, lo podemos imaginar en un ambiente casi de novela «romántica», y olvidar que con ese «Sí», toda su vida quedó comprometida. La respuesta que ella dio no fue algo espontáneo o «lógico». María dirá que sí, más por confianza y fe, que por conocimiento. Ella apenas podía entender lo que le había sido explicado… y, sin embargo, dice que «Sí». Además, la fe de María será puesta a prueba cada día. Ella quedará encinta. No sabe bien cómo, pero lo cierto es que su corazón está inundado por una luz especial. Aunque su querido José dude, ella vive inmersa en el misterio sin pedir pruebas, vive unida al misterio más radical que existe: Dios. Él sabrá encontrar las soluciones a todos los problemas, pero hacía falta fe, hacía falta abandono total a su voluntad. María se dejó guiar por la fe. Ésta la llevó a creer, a pesar que parecía imposible lo anunciado. El Misterio se encarnó en ella de la manera más radical que se podía imaginar.

Sin certezas humanas, ella supo acoger confiadamente la Palabra de Dios. María también supo esperar, ¿cómo vivió María aquellos meses, y las últimas semanas en la espera de su Hijo? Sólo por medio de la oración y de la unión con Dios podemos hacernos una pálida idea de lo que ella vivió en su interior. También María vivió con intensidad ese acontecimiento que transformó toda su existencia de manera radical. Ella dijo «Sí» y engendró físicamente al Hijo de Dios, al que ya había concebido desde la fe. Estas son experiencias que contrastan con nuestro mundo materialista, especialmente en la cercanía de las fiestas de Navidad. Por ello, como cristianos, ¿cómo no centrar más nuestra vida al contemplar este Misterio inefable? ¿Cómo no dar el anuncio de la alegría de la Navidad a todos los que no han experimentado ese Dios-Amor?

No olvidemos que un día ese Dios creció en el seno de María, y también puede crecer hoy en nuestros corazones, si por la fe creemos, y si en la espera sabemos dar sentido a toda nuestra vida mirando con valor al futuro.


María Santísima decía hablando de sí misma: Miró la pequeñez de su servidora, el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas; así pues, si queremos que el Señor haga en y por nosotros grandes cosas, necesitamos que vea en el fondo de nuestro corazón una verdadera y sincera humildad. Sin esto no seríamos apropiados para sus planes, y nos rechazaría con desprecio” (Sermón sobre la humildad) 

Hágase en mí según tu palabra,
hágase en mí según tu sueño,
hágase en mí según tú quieras,
hágase en mí tu amor. 

En la luz o en la tiniebla,
en el gozo o el dolor,
en certezas o entre dudas,
¡Hágase!, Señor. 

En la riqueza o la nada,
en la guerra o en la paz,
en la fiesta o en el duelo,
¡Hágase!, Señor.

Envuelta en miedo o sosiego,
en silencio o con tu Voz,
en risas o entre sollozos,
¡Hágase!, Señor. 

En la muerte o en la vida,
en salud o enfermedad,
frágil o fortalecida.
¡Hágase!, Señor.