Natividad del Señor

Isaías 52, 7-10
Salmo 97, 1-6
Hebreos 1, 1-6


Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.

Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.

En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.

La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.

Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.

Él no era luz, sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.

Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.

Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.

Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.

Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.

Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.

El “Prólogo” del cuarto evangelio, que mezcla un primitivo himno al Logos (la Palabra) con reflexiones de la comunidad joánica, constituye una síntesis del gran tema que se desarrollará a lo largo de todo el relato evangélico. Logos, palabra, luz…, términos que el autor aplica a Jesús, en quien ve “la palabra hecha carne”, a la divinidad hecha materia, a la gloria divina hecha humanidad… Todo eso es Jesús, y lo somos todos.

El Logos es el principio que rige todo lo que es; habita en todo y en todo se manifiesta. De ahí que la sabiduría consista en alinearse con él, permitiendo que todo su dinamismo sea quien rija nuestra existencia. El Logos que se manifiesta en – que es- Jesús, es el mismo principio originario que se manifiesta en todos nosotros y constituye nuestra identidad más profunda (hijos/as de Dios, hermanos/as).

La Realidad- y, por tanto, nuestra identidad- es solo una. La experiencia mística- que trasciende la mente y todo intento de separar y fragmentar- consiste precisamente en percepción de la unidad que late en el corazón de todas las formas diferentes. La Palabra, Jesús, acampó, vino a quedarse, su Amor unifica toda nuestra realidad, dando respuesta a todos nuestros deseos más profundos.


Escuchar a Dios en la meditación; abrir los oídos del corazón. Pues bien, si en lugar de revelar este misterio (Navidad) a los pastores, se hubiesen trasladado los ángeles a Jerusalén y se lo hubiesen anunciado a los grandes, a los ricos, a los doctores de Israel. ¿Creen que hubiesen sido tan dóciles? Me parece oírlos: ¡Cómo!, interrumpir nuestro descanso, no esperar que llegue el día para ir a Belén, ¡qué imprudencia! No es razonable, mañana podemos enviar a alguien para saber lo que ha pasado. Todo eso puede que no sea más que una ilusión, un sueño. Ante la duda no nos apresuremos. ¿Ir adónde? ¡A un establo! ¿Para qué? ¡Para adorar a un niño! ¿Dónde están las pruebas? ¿Dónde están las razones? ¿Es eso lo que han dicho los profetas? Duerman su sueño, grandes del mundo, sabios presuntuosos, Jesús, mi Salvador no viene para ser objeto de una vana curiosidad y para alimentar su orgullo con interminables discusiones, su amor propio cegado y desenfrenado; su corazón roído por la avaricia y atormentado por la ambición, no puede comprender y menos aún gustar la benignidad del Salvador, la pobreza, la dulzura y la humildad de Jesucristo. (S. VII. E 101. Sobre la Navidad)