Viernes de la octava de Navidad

1º Juan 2,3-11
Salmo 95, 1-3. 5-6

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor».
También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel.
El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.

Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre:
Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón.
Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.


Hoy quiero hacer mi oración muy cerca de María.
Me impresionan mucho las palabras
que le dijo Simeón:
“Una espada atravesará tu alma”.
María vivió siempre con el “alma atravesada”.
Es la espada cruel de la “sospecha”.
Sabe que su Hijo no va a terminar bien
y sospecha que la muerte
le puede venir en cualquier momento.
Señor, hoy te pido por tantas madres
que sufren en silencio los fines de semana,
cuando los hijos están por la noche fuera de casa.
Acuérdate, Señor,
del sufrimiento de tantas madres.

Una de las mejores alabanzas que le dice la Biblia a Simeón es que “En él estaba el Espíritu Santo”. Como estaba también en María, la madre de Jesús. Al Espíritu Santo se le compara con el viento.  Y el viento es “aire en movimiento”. El Espíritu no está parado, está siempre moviéndose, inspirando, sugiriendo, elevándonos hacia lo alto, lo bello, lo auténtico, lo maravilloso.
Me imagino que el Niño Jesús pasaría por las manos de los sacerdotes y encargados del templo “como un niño más”. Pero al llegar a las manos de Simeón, este ancianito se estremece, se llena de gozo y hasta llega a perder el miedo a morir. “Ahora ya puedo morir tranquilo”.
Todos los días Jesús en la Eucaristía pasa por nuestras manos y llega a nuestro corazón. ¡Y no pasa nada!…  Si tuviéramos la fe de Simeón nos llenaríamos de asombro, caeríamos de bruces ante esa “enormidad”. Y nos quedaríamos un buen rato “adorando” “amando” “alabando” “agradeciendo”.

Señor, Simeón y Ana
esperaron toda la vida para verte
y yo tengo la suerte de tenerte presente cada día por la gracia y de una manera especial en la celebración de la Eucaristía.  
Ayúdame a valorar esta presencia tuya
de modo que cada mañana
mi corazón quede estremecido
y esta presencia tuya me acompañe
a lo largo de todo el día.


Dichosos los hombres animados de este espíritu; como el santo anciano Simeón, tienen a Jesucristo entre sus brazos y le pueden decir como la esposa del Cantar de los cantares “lo tengo y no lo dejaré”, se unen a él, saborean todas sus palabras, no dejan escapar ninguna, las recuerdan en su corazón, hacen de ellas su alimento y su fuerza y no quieren saber nada ni escuchar nada después de haber visto y escuchado a Jesucristo, salvación de Israel” (S 70 E 107) 

Como una tarde tranquila,
como un suave atardecer
era tu vida sencilla
en el pobre Nazaret.
Y en medio de aquel silencio
Dios te hablaba al corazón.

Virgen María, Madre del Señor,
danos tu silencio y paz
para escuchar su voz.

Enséñanos, Madre buena,
cómo se debe escuchar
al Señor cuando nos habla
en una noche estrellada,
en la tierra que dormida
hoy descansa en tu bondad.

Y, sobre todo, María,
cuando nos habla en los hombres,
en el hermano que sufre,
en la sonrisa del niño,
en la mano del amigo
y en la paz de una oración.

Virgen María, Madre del Señor,
danos tu silencio y paz
para escuchar su voz,
Para escuchar al Señor.