1ª Samuel 4, 1-11Salmo 43, 10-11. 14-15. 24-25
Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: Si quieres, puedes purificarme.Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado.En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos.Y acudían a él de todas partes.
“La lepra era (y sigue siendo) una enfermedad espantosa, porque excluía de la comunión con el pueblo de Dios. El leproso, además de ser un castigado de Dios, era un enfermo del que había que huir, en nombre de la ley y de la higiene. La lepra era la imagen más apropiada de todo lo que era impuro, tanto desde el punto de vista moral como religioso. La relación con un leproso ensuciaba, lo mismo que el contacto con un cadáver. Por eso, se le consideraba como un muerto. Y una curación se tomaba como una verdadera resurrección.Es triste constatar como en una comunidad se toma casi siempre el camino más fácil del rechazo frente al elemento extraño que molesta, crea problemas, representa una amenaza para la tranquilidad – en vez de responder con amor y confianza, y elegir la vía del diálogo y de la paciencia. El esquema disciplinario con mucha frecuencia resulta mucho más desarrollado y sofisticado, que el código de la misericordia y del perdón evangélico. La legalidad cuenta más que la fraternidad y hasta que la humanidad.Entre todas las imposiciones, la más cruel era la que obligaba al leproso a proclamar su impureza: “Andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡Impuro, impuro!” Tenía el deber de advertir a los otros su peligrosidad social, ponerlos en guardia contra la propia persona infectada, a invitarlos a permanecer a distancia…Jesús desafía al contagio, no evita el contacto con el impuro. No duda en infringir el reglamento, romper el cordón sanitario, hacer saltar los mecanismos de exclusión. En todo el Evangelio, Jesús aparece como uno que suprime las fronteras, tira los muros de separación, salta por encima de los prejuicios, no acepta las discriminaciones raciales o religiosas. A los ojos de Cristo solamente existe el hombre sin adjetivos, con quien entablar una relación, una amistad, un intercambio.¿Y nosotros? ¿No será que también defendemos nuestro campamento privado y tenemos a algunos fuera de nuestra tienda? Si tuviéramos el coraje de mirar a la cara la realidad, caeríamos en la cuenta de que son muchos los leprosos que mantenemos a distancia. Nos cuesta aceptar y acoger a los leprosos que están a nuestro lado, los que nosotros convertimos en leprosos: Los que no comparten nuestras ideas, los que no nos son simpáticos, se muestran aburridos o inoportunos, nos fastidian con sus problemas, nos molestan con sus miserias, no respetan nuestros programas, nos interrumpen poniendo en discusión nuestra comodidad y nuestros privilegios.Queridos hermanos, los invito a meditar un momento sobre esto, y pedirle a Jesús que nos regale la gracia de abrir más nuestro corazón a los hermanos que se acercan y que necesitan de nuestro apoyo, comprensión y amor. (Padre Nicolás Schwizer)
Hijos míos, por muy frágiles, pobres, culpables que sean no teman dirigirse a María, invocar su asistencia y ponerse en la fila de sus servidores fieles que componen su corte, con tal que le ofrezcan el pesar de haber obrado mal y el propósito de vivir mejor. Ella misma se ha dignado prometer que se mostraría siempre propicia y clemente para con aquellos en los que vea estas disposiciones favorables: ‘Por muy vil e impuro que sea un pecador -decía ella a Santa Brígida- no desdeño tocar sus llagas, vendarlas, curarlas puesto que me llamo y soy realmente la madre de misericordia’”. (S. VII, 962
Cuentan que hace más de dos mil añoslas ovejas del rebaño iban tristes por la vida, lejos de un pastor que las guiara;sus corazones llevaban tanta herida que sanarFue allí que Dios, rico en misericordia,nos manifestó su Gloria,desde el vientre de Maríarevelándonos su amor de Padre,en el Verbo hecho carne.¡Qué alegría! En verdadY en un abrazo misericordioso nos unió,nos devolvió la dignidad perdida.Buscó la oveja, que del fiel rebaño se alejó,sanó su herida y la rescató (2)Con mirarlo uno veía al Padre.Su ternura era el mensaje,su actitud la cercanía.Nos llenaba de besos y de abrazosy buscaba a cada paso darnos vida y libertad.Misericordiosos como el Padrenos pedía que seamos frente a tanta hipocresía.No juzgar para no ser juzgados,ver en el otro a un hermanocon heridas que sanar.Jesucristo estás a nuestro ladoy nos pides que veamostanta dignidad perdida,tantos gritos y tantas miradas,tanta gente postergaday excluida de verdad.Enséñanos a estrechar sus manos,para que juntos sintamostu grata presencia amiga,y esa caridad que nos obligaa ser signos de alegría y de solidaridad.