Presentación del Señor – Virgen de la Candelaria

Malaquías 3, 1-4
Salmo 23, 7-10
Hebreos 2, 14-18

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor».
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.


Señor, dame la virtud del desprendimiento.
Toda mujer israelita, al rescatar a su hijo,
lo consideraba ya suyo, le pertenecía.
Pero María sabe que ese hijo
 que ha llevado nueve meses en su vientre
y lo ha parido, no le pertenece.
Es de Dios.
María acepta todo lo que viene de Dios.
No sabe decir no a Dios.
Es la mujer del sí.
Dame a mí también, Señor,
esa disponibilidad de María.

Una espada te atravesará el alma”.
María vivió siempre con una espada atravesada, no en el cuerpo sino en el alma. Cuando duele el cuerpo el dolor está localizado, pero cuando duele el alma “duele todo”.  María vivió siempre con la espada cruel del presentimiento. En cada momento del día o de la noche ella creía que a su Hijo le iba a pasar algo. Y es el presentimiento de todas las madres. No sólo sufren por lo que realmente les pasa a los hijos sino por lo que les puede pasar. A vosotras madres, ¡qué bien os entiende la Virgen!

María y José eran pobres y no tuvieron dinero para comprar un cordero. ¡No importa! Ellos saben muy bien que llevan al Templo “al verdadero Cordero de Dios”.   Y es la ofrenda que más agrada a Dios. María y José se admiran de la fe de aquellos ancianitos: Simeón y Ana. Su niño ha pasado por las manos de aquellos sacerdotes del Templo a la hora de circuncidarlo, y le tocaron como a un niño más. Cumplieron su oficio.  Pero Simeón lo tocó con fe. Se emocionó y rompió a llorar. Desde ese momento, ya no le importaba morir.

Podemos tocar a Dios todos los días en la comunión sin que pase nada en nosotros. Lo hemos tocado con rutina.  Pero si un día lo tocamos con fe, puede cambiar totalmente nuestra vida. Dice el Papa Francisco: La fe consiste tanto en mirar a Jesús como en mirar con los ojos de Jesús (L.F. 18). Si todos los consagrados del mundo tocáramos a Jesús con fe miraríamos el mundo “a su manera”. Y el mundo cambiaría.


Corazones estrechos, entrañas resecas que no comprenden que sería indigno de Dios envolverse en falsos brillos que deslumbran, de esa vana grandeza que los engaña. Sí, el hombre se hubiera aparecido en la tierra con magnificencia, hubiese querido atraer las miradas, encantar los sentidos presentándose bajo aspectos brillantes; pero los pensamientos del hombre no son los pensamientos de Dios, y cuanto más se anonada Jesucristo, mejor muestra que es el Salvador que debemos esperar.
Lejos que mi fe se debilite o dude al verlo en ese estado de pequeñez, de silencio, de despojo, de abandono, ella se robustece por el contrario y se goza al contemplar estas maravillas.
… reconozco en esos signos al Mesías cuya venida habían anunciado los profetas, pobre él mismo para anunciar el evangelio a los pobres, consolar a los afligidos con sus sufrimientos, sostener a los humildes humillándose …(Sermón sobre el nacimiento de Jesús)

Llevaron al niño a su tiempo
a ser consagrado en el Templo,
según lo que estaba prescrito
en la ley del Señor.
Y entonces, en aquel momento,
fue un hombre piadoso hasta el Templo,
sabía que no moriría sin ver al Señor.

Cuando vio a aquel niño lo abrazó
y bendijo a Dios
y alababa al cielo, Simeón:

Señor, según tu santa promesa,
a este siervo que te reza, 
puedes dejar ir en paz,
porque, a tu salvador he visto,
la luz de los pueblos, Cristo,
de Israel gloria será, gloria será.

Y los padres del niño admirados,
bendecidos por aquel anciano,
escuchaban como le decía a María algo más:
“Habrá quienes por él caerán,
mientras otros se levantarán,
pero a tu corazón una espada lo atravesará”.

Y la anciana Ana también dio gracias a Dios
porque vio a Jesús el Redentor.

Y así, volviendo a Galilea,
en Nazareth el Salvador crecía
en bondad y sabiduría,
con la gracia de Dios.