San Pedro Damián

Jonás 3, 1-10
Salmo 50, 3-4. 12-13. 18-19

Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás.

Su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que “la fe nace de la escucha de la predicación” […] Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro.
Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.

Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada. Y esto no es de Dios. Esto es nuestro. Es nuestro pecado. (Ángelus, S.S. Francisco, 6 de septiembre de 2015).

Deseamos una seguridad, una certeza. Queremos tener ante nuestros ojos una prueba, un milagro. Cada día es una buena ocasión para buscarla, o, más bien para encontrarla, para contemplarla, porque ya la tenemos.
Cristo, clavado en la cruz, es la gran señal que anhelamos. La prueba de un amor incondicional y desinteresado; un amor que se entrega hasta el extremo de dar la vida por el amigo. El crucificado nos hace ver un milagro más extraordinario que cualquier otro: el del amor, que se demuestra en el dolor. Basta que lo contemplemos detenidamente para que obtengamos una plena seguridad sobre la cual construir nuestra vida: la de sabernos y sentirnos profundamente amados.

Esta señal constituye también una invitación. Cristo nos invita a convertirnos en “señales” para nuestro prójimo. Que cuando nos vean actuar, sepan y crean que existe el amor. Que, por nuestro modo de vivir, tengan la seguridad de que vale la pena ser seguidor del hombre que aparentemente fue derrotado en la cruz. Para ser “señales”, pruebas vivas, hay que aprender como Cristo, a subir a la cruz. Ahí está la señal del amor.


Hermanos míos ¿quién en tales circunstancias no hubiese desesperado? ¡Ay! hombres de poca fe, es así que olvidamos muy a menudo que nunca tenemos más razón para contar con el socorro de lo alto que cuando faltan los apoyos humanos… a ejemplo de Abraham, el padre de los creyentes, que esperó contra toda esperanza. Cómo me gusta ver (a esa alma) tranquilamente en la noche de la pura fe, sin preocupación del mañana, sin buscar conocer los secretos del porvenir, descansando sólo en Dios, arrojando en su seno las inquietudes que podrían parecer tan legítimas y adorando, sin comprenderles, los designios escondidos del Señor sobre ella.” (SVII p. 2197)

Somos nada sin ti, Señor.
Somos absolutamente nada.
Una canción de amor solamente para Ti.

Que mi vida sea una canción de amor,
que refleje todo lo que en ti yo soy.
Quiero darte mi vida, toma mi corazón.
Reconozco que sin ti, yo nada soy, oh oh.

Yo nada soy, eh eh. Yo nada soy sin ti.
No puedo vivir, si no es a mi lado,
me voy a morir.

Si no te tengo a mi lado estoy desesperado.
Sería como un huérfano desamparado,
Como un niño vagabundo por las calles agotado,
Un alma solitaria que por mucho a luchado.
Sólo quiero agradarte, mi amado.
Sanaste mi dolor cuando estaba agobiado.
Tu cambiaste mi camino, lo has transformado.
Eres lo que anhelo y de Ti estoy enamorado.

Que mi vida sea una canción de amor
que refleje todo lo que en ti yo soy.
Quiero darte mi vida, toma mi corazón.
Reconozco que sin ti, yo nada soy, oh oh.

Yo nada soy, eh eh. Yo nada soy sin ti.
No puedo vivir, si no es a mi lado,
me voy a morir.

¡Yeah, escucha!
Ey, que mi vida sea una bella melodía
y que mis acciones a Ti te llenen de alegría.
Y es que quiero agradarte a ti todos los días.
Nunca alejarme de ti, pues sin Ti nada sería.
Sin ti fuera como un recinto sin policía,
como un coro sin armonía,
como la semana, oye, sin días,
como un católico sin Eucaristía.
O sea que mi vida, sentido no tendría.
Perdido y sin rumbo yo andaría.
Pero tú, Señor, has llenado mi vida vacía.
Tú lo eres todo, lo que mi alma quería.
Por eso quiero quedarme a tu lado.
Mil veces me he caído,
mil veces me has levantado.
Y es que nadie me ha dado
lo que tú me has dado.
Reconozco que soy nada sin Ti, mi amado.

Yo nada soy sin ti. No puedo vivir,
Si no es a mi lado, me voy a morir.
… Yo nada, yo nada, si no te tengo, Señor.