Sábado de la 2ª semana de Cuaresma

Miqueas 7, 14-15. 18-20
Salmo 102, 1-4. 9-12

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!»
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo».
Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado».
Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
Él le respondió: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo».
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!»

Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Georges Chevrot, al fijar su mirada en los hijos de la parábola, escribe: «Yo me preguntaría a cuál de los dos hijos nos gustaría parecernos. El uno no había sabido guardar su alma; el otro no había sabido entregar su corazón. Ambos han contristado a su padre; ambos se han mostrado duros con él; ambos han ignorado su bondad. El uno por su desobediencia, el otro a pesar de su obediencia. ¿A cuál nos gustaría parecernos? ¿Al disipador? ¿Al calculador? No hay en la parábola un tercer hijo al que pudiéramos referirnos y, por lo tanto, nos vemos obligados a convenir en que somos el uno o el otro… O tal vez el uno y el otro».

Si somos sinceros con nosotros mismos, tenemos que vernos retratados en la parábola. Y casi siempre nos ponemos en el papel del hijo menor: el ingrato, el pecador, el que se marcha de la casa del padre y, después de gastar toda la herencia y vivir disolutamente, vuelve al padre, con el alma hecha pedazos, a pedirle de rodillas perdón.

Pero tal vez nunca nos hemos visto reflejados también en la figura del hijo mayor: el hijo soberbio, orgulloso, altanero, frío e inmisericorde. Ese hijo tiene el corazón de piedra, y ni la bondad del padre es capaz de romper tanta dureza. Vive en la casa del padre, pero no ama al padre; tolera su señorío y más parece un esclavo, un jornalero a la fuerza que un verdadero hijo. Lo critica en su interior y se convierte en un juez implacable; no condivide con el padre lo que él más ama y se muestra envidioso de su bondad y de su generosidad. Se siente injustamente tratado y mal pagado, y se queja amargamente con aquella dura recrimación que, sin duda, contrista hondamente el corazón de su padre: «Mira, en tantos años como te sirvo, nunca me has dado un cabrito para comerlo con mis amigos»... Y luego le echa en cara la liberalidad con que acoge al hijo, repudiándolo él como hermano: «y cuando regresa ese hijo tuyo, le matas el ternero cebado». Ya no lo considera su hermano -tal vez nunca lo ha considerado así- y, con esto, está diciéndole al padre que no era realmente su padre, puesto que su hermano no era realmente su hermano. Se siente ofendido por la «injusticia» del padre hacia él.

Pero lo más hermoso de la historia es el comportamiento maravilloso del padre. No sólo no impide que el hijo menor se marche de casa, sino que le da, sin protestar, toda la herencia que le corresponde. ¿Qué padre hace eso y se humilla ante una petición insensata y caprichosa de un hijo? Cualquiera de nosotros le hubiera dado un buen bofetón a ese hijo por tamaña insolencia. Y el padre de la parábola no. Le da la herencia y, en vez de maldecirlo, amenazarlo y romper con él –como habría hecho cualquier padre de la tierra- éste vive esperando el día del retorno de aquel hijo ingrato. Sabía que volvería, porque no podría vivir fuera de casa. Y el padre lo espera y se sube a la azotea de la casa todos los días a ver si su hijo volvía. ¡Qué locura de amor, de piedad, de compasión y de misericordia! (Catholic.net)


Recuerda frecuentemente a nuestros pobres niños cuánto los quiero; abrázalos por mí uno por uno y sin olvidarte de nadie. Los llevo en mi corazón y no pudiendo hablarles personalmente, hablo a Dios de esta pequeña familia que me ha dado y que siempre amaré con un amor muy sincero. (A Langrez, a propósito de los alumnos de S. Malo)

Te fuiste separando despacio de todos
y nadie tu presencia extrañó y te dolió.
Y luego te sentiste tan lejos de casa
que decidiste no volver.

Y fuiste presa fácil de tus enemigos
que pronto te engañaron y caíste en su red.
Y ahora con tu cabeza y con hombros caídos
añoras esos días cuando estabas con Él.

Eres una oveja del rebaño del Señor.
Tu pastor te está llamando. Vuelve hoy.
Vuelve como el pródigo a su casa regreso
cuando lejos de su padre se encontró.
Vuelve a casa hoy, vuelve a casa hoy.

Pasas muchos días luchando en tu mente.
No sabes si es posible volver al redil.
Te sientes rechazado por haber pecado
y piensas que el perdón no puedes ya recibir.

No tienes que dudar del gran amor de tu Padre,
que Él nunca te ha dejado de amar y esperar.
Él tiene reservado un lugar en su mesa.
y tu llegada espera. Ya no tardes más.