Oseas 6, 1-6Salmo 50, 3-4. 18-21
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo también esta parábola:Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.
La incapacidad de reconocerse pecadores nos aleja de la verdadera confesión de Jesucristo. Es fácil decir que Jesús es el Señor, difícil en cambio reconocerse pecadores. Es la diferencia entre la humildad del publicano que se reconoce pecador y la soberbia del fariseo que habla bien de sí mismo. Esta capacidad de decir que somos pecadores nos abre al estupor que nos lleva a encontrar verdaderamente a Jesucristo.En nuestras parroquias, en la sociedad, entre las personas consagradas: ¿Cuántas son las personas capaces de decir que Jesús es el Señor? Muchas. Pero es difícil decir: Soy un pecador, soy una pecadora. Es más fácil decirlo de los otros, cuando se usan los chismes… Todos somos doctores en ésto, ¿verdad?Para llegar a un verdadero encuentro con Jesús es necesaria una doble confesión: Tú eres el hijo de Dios y yo soy un pecador, pero no en teoría, sino por esto, por esto y por esto…Pedro se olvida del estupor del encuentro y lo reniega. Pero porque es humilde se deja encontrar por el Señor, y cuando sus miradas se encuentran, llora, vuelve a la confesión: ‘Soy pecador’.Que el Señor nos de la gracia de encontrarlo y también de dejarnos que Él nos encuentre. Nos de la gracia hermosa de ese estupor del encuentro”. (Papa Francisco, 3-09-15)
Nada es más humillante para el hombre que tener necesidad de que se le predique la humildad para ser humilde. Tiene que ser muy débil nuestra razón, para que sola no pueda poner en nuestro corazón la convicción de nuestra nada; es cierto que lo sabemos, pero nuestro amor propio toma esa confesión como una razón para no creerlo. Vean si no cómo los filósofos, que dijeron las peores cosas del hombre, son aquellos que tienen una más alta estima de sí mismos.
Fueron dos hombres al Templo un día a orar:un fariseo y un publicano.El primero erguido oraba en su interiordando gracias por ser bueno y por no ser un pecador.Mientras tanto el publicano sin levantar mirada,no dejaba de golpear su pecho al tiempo que rogaba:“Oh Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”Pues, el publicano, a casa llegó justificado,pero el fariseo, lleno de soberbia se quedó.Los que se enaltecen solo serán humillados,mas los humildes obtendrán perdón,tendrán perdón.Hay quien se tiene por justo y por cabaly por sí mismo, se cree salvo.Pero sólo Dios la gracia puede dar;no hay un santo que lo sea sin amor a los demás.Hay en cambio el que, sabiendoante el Señor en qué ha fallado,el perdón pide contrito.Sus esfuerzos no han bastadoy le dice a Dios:“Piedad de mí que soy un pecador”.