Jueves de la 4ª semana de Cuaresma

Éxodo 32, 7-14
Salmo 105, 19-23

Jesús dijo a los judíos: Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.
Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad.
No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes.
Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz.
Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado.
Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.
Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida. 
Mi gloria no viene de los hombres.
Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes.
He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir.
¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.
Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí.
Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?


Dios es misericordia, perdón, amor. Dios no se porta como dictador, sino, más bien, como un Padre que corrige para señalar el camino correcto, porque ama y quiere lo mejor para su hijo.

En esta verdadera orientación, encontramos a Dios, y surge natural la confianza de que creemos en Dios, porque hemos hecho la experiencia del verdadero Dios, aquél que comprende, entiende y ayuda. Y es lógico que, después de esta experiencia tan fuerte y viva, nuestro creer se transforme en acción. Un creer que va más allá de lo que es aceptar el amor de Dios de forma pasiva; un creer que se compromete a entregarse totalmente a Él, en lo que me pida.

Jesús en este evangelio nos dirige un reproche. Intenta defender su nombre, no porque le interesara en sí, sino para que mayor número de personas creyeran en Él. Hace un esfuerzo por presentarse ante los judíos, siguiendo su mentalidad de confiar en el testimonio de otros. Hace y dice todo cuanto puede. Sin embargo, parece que sus palabras chocan y resbalan, ante la incredulidad de los corazones soberbios.

Jesús apela al testimonio mismo del Padre, manifestado en los escritos de Moisés y en Juan Bautista. Al primero, Dios lo había elegido para liberar y guiar a su pueblo a través del desierto hacia la tierra prometida. ¿No es Jesús mismo que nos guía en medio del desierto de nuestra vida hasta la patria eterna? El segundo, Juan, proclamó la llegada del Mesías y propuso un bautismo de penitencia. Jesús, en otro pasaje afirma, que era Elías, señalado como su predecesor, que allanaría montes y rellenaría valles para el paso del Señor. ¿No es Jesús la voz que sigue gritando en el desierto de las conciencias de tantos hombres, llamándolos a la conversión, atrayéndolos a su amor?

Pero los judíos no lo entendieron. ¿Lo entenderemos hoy nosotros? Es triste, pero es verdad. En este evangelio Jesús nos reprocha no haber comprendido su mensaje. Vamos en busca de la gloria que da el mundo a quienes obran según el slogan del momento. Corremos tras la vanidad del tener más y más; sin compartir lo que Él mismo nos ha dado: amor, cariño y comprensión. Esto es leer las escrituras y no entender el mensaje de Cristo: ir a misa y después no vivir el evangelio; llamarse cristiano y apenas conocer a Jesús.

Pero Jesús es paciente. Nos espera. Y si nos reprocha algo en nuestra conciencia, es porque nos ama y nos quiere cerca de su amantísimo Corazón. (Catholic.net)

MÁXIMA
Escucha a Jesús


La primera disposición que pide de ustedes la santidad de esta Palabra, cuando vienen a escucharla, es un deseo de que ella les sea útil. Antes de venir a nuestros templos, deben dirigirse al Padre de las luces para pedirle un corazón dócil.
La segunda actitud que deben tener para escuchar la Palabra de Dios es de dolor y de arrepentimiento, fundada en los pocos frutos que han sacado de tantas verdades escuchadas, de tantos movimientos de contrición que el Señor ha obrado en sus corazones por medio de la Palabra de Dios y que no han tenido éxito para su salvación; de tantas piadosas resoluciones inspiradas en este lugar santo, que parecían prometer un cambio de vida y que han fracasado ante la primera dificultad” (Sermón sobre la Palabra)

¡Es Jesús!
que está en ti,
que está en mí,
que está en todos
mis hermanos.

Quién hace crecer las flores,
Quién hace descender el agua,
Quién hace nuevo tu corazón,
cada mañana.

Quién hace amanecer el sol,
Quién llena de estrellas el cielo,
Quién en la noche más oscura,
te da todo su consuelo.

¡Es Jesús!
que está en ti,
que está en mí,
que está en todos
mis hermanos.