San Luis Orione

Hechos 22, 30; 23, 6-11
Salmo 15, 1-2. 5.7.-11

A la hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús dijo:
No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno –yo en ellos y tú en mí– para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos.

“En este texto, Jesús ora específicamente por las personas “que han de creer” en él por el testimonio de quienes lo conocen. En otras palabras, está rogándole a Dios por cada uno de nosotros y de nosotras. Pide algo muy particular: la unión de todos sus discípulos entre sí y con Dios de una manera análoga nada menos que a la forma de relacionarse de las Tres Personas Divinas.

Sería tentador tratar de justificar con este texto la implementación de alguna estructura eclesial universal que garantizara esa unión de un modo formal. Sin embargo, lo que plantea Jesús aquí no es una estructura eclesial, sino una manera profunda de relacionarnos que permite el reconocimiento de nuestras particularidades y características propias…

En el v. 22 Jesús afirma que nos ha dado la misma “gloria” que su Padre le dio a él… no debemos confundir la gloria que nos promete Jesús con un halo de luz ni con una coronita de santos, a la manera del arte cristiano tradicional. Tampoco es la promesa de vivir rodeados de una luz inefable que no nos deje ver la dureza y complejidad de la realidad que nos toca. Más bien, es una invitación a compartir una manera justa de vivir que es propia de Jesús.

Lo que caracteriza a la gloria de Jesús es su justicia, su misericordia, su amor y su fidelidad. Compartir esa “gloria” es algo que solamente se logra gracias al empoderamiento del Espíritu Santo. Por eso es tan apropiado este pasaje como manera de ir acercándonos al día de Pentecostés, que celebraremos el próximo domingo. La gloria de Dios es que andemos en justicia a la manera de Jesús y que la vida de toda la hermosa creación de Dios florezca por la obra del Espíritu Santo. Es un regalo que Dios nos da por su Espíritu y a la vez es un compromiso que asumimos en fe…

Cuando nuestra comunión está marcada por este tipo de “gloria” el mundo se da cuenta y toma nota de ello. Facilita la fe de los demás y los “evangeliza” en el sentido más profundo de la expresión: el mensaje de Jesús se torna una buena noticia de Dios. En cambio, cuando nos vivimos peleando y no somos coherentes con el camino de Jesús, se hace muy difícil que el mundo pueda creer que la fe que profesamos tenga que ver con la vida abundante. Más bien, nos volvemos una “mala noticia” para el mundo”. (Nancy Bedford)

 
MÁXIMA
Vivamos como hermanos


En esta época dichosa, los vuelvo a ver a todos, nos reencontramos en esta casa en la que han sido de nuevo engendrados en Jesucristo y que les ha servido de cuna; aquí gustarán, saborearán con delicia las santas alegrías de la familia; cantarán a una sola voz, en un solo coro, el cántico del profeta: ‘Qué bueno, qué dulce es para los hermanos habitar juntos en una misma morada. La paz fraterna de la que gozan es como el perfume que derramado en la cabeza de Aarón, desciende sobre su rostro hasta el borde de sus vestidos; es como el rocío del Hermón que desciende sobre la montaña de Sion’” (Sermón 2244-2248)

Quiero que mi casa no sea mía,
que digamos juntos:
“Ella es nuestra”.
Que esté pintada del color de la alegría
y que tenga sus ventanas bien despiertas.

Que tenga un caminito de piedritas,
que acoja con cariño al caminante,
y que el sol habite el patio y la cocina
y te invite a la esperanza al despertarte.

Que sea nuestra casa, casa amiga,
abierta a recogerte cuando pases,
con una mesa grande
y decidida a compartir el pan
y los pesares.

Que prenda por la noche lucecitas,
Que rompan con tus miedos a arriesgarte
y que todos los más pobres, las guagüitas,
respiren la confianza al quedarse.

Y que cuando se nos dé por distanciarnos
haya quien nos llame para conversar,
y nos demos el tiempo de perdonarnos,
echándonos de nuevo a caminar.


Juan Luis Orione, más conocido por DON ORIONE (1872-1940) fue un sacerdote italiano fundador de la Pequeña Obra de la Divina Misericordia, de las Hermanas Misioneras de la Caridad y dos congregaciones de contemplativas. Ingresó con los franciscanos en 1885, pero afectado de pulmonía pronto debió regresar a su casa. Al año siguiente ingresará con los salesianos y conocerá a Don Bosco. Sin embargo 3 años mas tarde se retiró e ingresó en el seminario diocesano de Tortona. De seminarista fue descubriendo su vocación atendiendo a niños de escasos recursos. Teniendo sólo 20 años creó el primer Oratorio y al año siguiente fundó un colegio. Pronto se le sumaron muchos jóvenes y su obra se expandió. Su fundación más significativa son los ‘Pequeños Cottolengos’. Hizo dos viajes extensos a América Latina, creando comunidades y obras, que siguen con su misión de solidaridad admirable. Falleció en 1940 y fue canonizado en el 2004.