Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11
Salmo 103, 1ab.24ac. 29b-31.34
Gálatas 5, 16-25

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: ¡La paz esté con ustedes!
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado.
Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.

En la fiesta de Pentecostés la Iglesia nos propone el relato que podríamos llamar el Pentecostés joánico.
El relato pone de manifiesto la continuidad y discontinuidad que hay en Jesús: Estando las puertas cerradas se presenta en medio de ellos (el cuerpo resucitado de Jesús va más allá de las leyes físicas). Hay una discontinuidad entre el cuerpo del Jesús histórico y el cuerpo de Jesús resucitado. Pero, al mismo tiempo el cuerpo de Jesús resucitado lleva las marcas del crucificado. Se da pues una continuidad.
Lo mismo que no podemos contemplar la omnipotencia del amor de Dios en la cruz sin contemplar las perversiones humanas que aparecen en la Pasión, si no queremos banalizar el amor de Dios, tampoco podemos contemplar al resucitado sin ver en Él las marcas del crucificado. El Jesús resucitado es el Jesús crucificado. Sólo resucita el amor entregado. Como dice el cardenal Martini, ‘leamos el texto no tanto como narración histórica de lo que Jesús hizo entre nosotros, cuánto como una narración que quiere presentarnos los modos cómo Jesús viene espiritualmente y está en la Iglesia’.

Jesús viene a los suyos donde se dan situaciones de acogida, fruto preclaro de la acción del Espíritu que se derrama. ‘Y la primera situación de acogida la determina el hecho de que los discípulos están reunidos entre sí, aunque llenos de temor… sin embargo están reunidos y ciertamente en oración, ayudándose mutuamente, en el consuelo recíproco: ahí es donde Jesús viene y manifiesta su presencia’. La manifiesta con los dones de su presencia espiritual: paz y alegría. Esta paz y alegría se traducen en misión, la única misión del Padre hacia el mundo, que es la de Cristo, ahora también es la misión de todos los que están en él.

Pentecostés pone de manifiesto que el motor, el alma de la misión es el Espíritu Santo. Es una misión que se realiza en el Espíritu y por el Espíritu. La misión que recibimos nos hace criaturas nuevas y nos lleva a aportar el mensaje de que el pecado, la fuerza opresora, puede desaparecer si se acepta entrar en el Señor y recibir su perdón.

Uno de los signos de la presencia del Espíritu en la comunidad es la salida. Cuando los discípulos y discípulas reunidos en Jerusalén con María reciben el Espíritu, lo primero que hacen, es salir, exponerse, encontrarse con el pueblo, ser instrumentos de Dios para otros, dar testimonio. El Espíritu nos saca de nuestros encierros enfermizos. El Espíritu nos sacude y nos ‘ventila’.

El Papa Francisco ha desafiado a la Iglesia a salir. ‘La Iglesia debe ser como Dios: siempre en salida. Y cuando la Iglesia no está en salida, se enferma. Se enferma porque no está en salida. Es cierto que cuando uno sale está el peligro de un accidente. Pero es mejor una Iglesia accidentada por salir a anunciar el Evangelio que una Iglesia enferma por estar encerrada’, subrayó el Papa.

El Espíritu nos saca, nos empuja y nos abre a nuevas posibilidades. Así lo dice el papa Francisco: ‘Se trata de abrirse a horizontes de vida que ofrezcan esperanza a cuantos viven en las periferias existenciales y aún no han experimentado, o han perdido, la fuerza y la luz del encuentro con Cristo’.

Jesús y los suyos: La presencia de Jesús entre los suyos provoca alegría. Se muestra con las huellas de la cruz en su cuerpo y les regala la paz. Donde está presente la vida nueva hay paz y alegría. Jesús los envía como el Padre lo ha enviado a Él. Quiere que sean los continuadores de su misión. Hay mucho para atar y mucho para soltar. No los deja solos, les da el Espíritu Santo que los asistirá en la misión.


Tu pequeña carta me ha causado pena, porque veo que todo lo haces por ti mismo. Esto ocurre porque has dejado que se debilitara, en ti, el espíritu de fe. Haz todo y súfrelo todo por Dios, y entonces la gracia, la paz y la alegría del Espíritu Santo habitarán en ti. Serás feliz y te santificarás cumpliendo todos los deberes de tu santo estado, tan penosos para la naturaleza, como lo pueden ser algunas veces. (A VI 316)

Ven, Espíritu de Dios,
inúndame de amor,
ayúdame a seguir.
Ven y dame tu calor,
quema mi corazón,
enséñame a servir.

Ven, Espíritu de Dios,
ven a mi ser, ven a mi vida.
Ven, Espíritu de Amor,
ven a morar, Maranathá!

Hoy la vida que me das,
te invoca en mi dolor,
y clama: Ven Señor.
Ven y cambia mi existir,
transforma mi penar
en glorias hacia Ti.