1º Pedro 2, 2-5. 9-12Salmo 99, 1-5
Llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo –Bartimeo, un mendigo ciego– estaba sentado junto al camino.Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar:– ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte:– ¡Hijo de David, ten piedad de mí!Jesús se detuvo y dijo:– Llámenlo.Entonces llamaron al ciego y le dijeron:– ¡Animo, levántate! Él te llama.Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.Jesús le preguntó:– ¿Qué quieres que haga por ti?Él le respondió:– Maestro, que yo pueda ver.Jesús le dijo:– Vete, tu fe te ha salvado.En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio y, les confieso, para mí el más simpático de todos. Era ciego y se sentaba a mendigar al borde del camino en las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”.Un día oye que Jesús pasaría por allí. Entonces Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para encontrar a Jesús. Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se subió a un árbol. Muchos querían ver a Jesús, él también.Este hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz que grita a pleno pulmón. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina… Pero está completamente solo, y a nadie le importa. ¿Y qué hace Bartimeo? Grita. Y sigue gritando. Utiliza la única arma que tiene: su voz. Empieza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Y sigue así, gritando.Y Jesús escucha su grito. La plegaria de Bartimeo toca su corazón, el corazón de Dios, y las puertas de la salvación se abren para él. Jesús lo manda a llamar. Él se levanta de un brinco y los que antes le decían que se callara ahora lo conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide que exprese su deseo —esto es importante— y entonces el grito se convierte en una petición: “¡Haz que recobre la vista!”La fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no fe es sofocar ese grito. Esa actitud que tenía la gente para que se callara: no era gente de fe, en cambio, él sí. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.Bartimeo no se quedó callado… Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí! Hermosa oración, ésta. (Papa Francisco, 06-05-2020)
MÁXIMA«Jesús, ten compasión de mí»
Él es muy bueno como para no tener piedad de aquellos que ponen en Él toda su esperanza; jamás el Padre de misericordia rechaza dar la limosna espiritual a sus pobres hijos, que le piden con espíritu humilde y con un corazón que presenta ante Él sus necesidades y su pobreza. (Sermón II, p 1468)
Cuando se acercaba Jesús a Jericóun ciego limosnero intrigado pregunto:¿Por qué tanto alboroto?¿Qué pasa en este lugar?Ellos respondieron: Jesús está por llegar.¡Jesús, hijo de David,ten compasión de mí, de mí! (bis)Los que delante iban siguiendo al Señoral ciego reprendían para callar su voz.Pero al escuchar sus suplicas,Jesús se detuvo y lo miró:¿Qué quieres que por ti haga?Quiero ver, él respondió.Jesús compadecido al ciego se acercó.Recobra ya la vista -dijo-tu fe ha sido tu salvación.Yo tengo ceguera espiritual,también de mí ten compasión;limpia mi pecadoy sáname como al ciego de Jericó.