Martes de la 13ª semana del tiempo ordinario


Amós 3, 1-8; 4, 11-12
Salmo 5, 5-8

Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron.
De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca.
Mientras tanto, Jesús dormía.
Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: ¡Sálvanos, Señor, que nos hundimos!
Él les respondió: ¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?
Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma.
Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: ¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?


Una de las situaciones que puede crear más inseguridad a un ser humano es atravesar una tempestad en alta mar. Todo se conmueve y es zarandeado sin que apenas los marineros puedan controlar la dirección ni la estabilidad de la embarcación. Hasta los incrédulos se acuerdan de Dios en una situación como ésta, todos ruegan a quien suponen que se encuentra por encima de las nubes y el vendaval, y en definitiva, tiene la facultad de actuar para disiparlo.

Así quedaron de perplejos los discípulos cuando una noche se encontraban en la barca con Jesús en medio de una gran tempestad. No alcanzaban a comprender como él podía estar durmiendo en la popa mientras ellos luchaban desesperadamente contra las olas que amenazaban engullirles de un momento a otro. Cuando perdieron toda esperanza de controlar la situación, le despertaron recriminándole el que no estuviera haciendo algo para que pudieran salvarse de una muerte inminente.

La solución era fácil, Jesús se levantó y reprendió al viento, ordenó al mar que se calmara y todo quedó completamente tranquilo. Los discípulos quedaron alucinados al ver la intervención de Jesús: «Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?»

No todo es malo en las tempestades, muchas veces revelan cosas que estaban ocultas, como un filón de oro. Esta vez fue mucho más: la deidad de Jesús. Los elementos atmosféricos ya lo sabían, pero los discípulos aún tenían una visión muy pobre del Hijo de Dios.

Cuando atravesamos una experiencia tormentosa con el Señor, podemos llegar a pensar que se ha dormido porque no interviene como a nosotros nos gustaría, pero seguro que se encuentra esperando el momento oportuno de hacerlo. Dios siempre está presente en las tormentas y éstas lo saben. Ni los truenos pueden hacer más ruido, ni los relámpagos más descargas, ni las nubes vaciar más agua, ni el viento soplar más fuerte del que Dios autorice. Dios está ahí, siempre ha estado ahí, tanto si hay tormenta como si no, el cielo y la tierra están siempre en su presencia.

Jesús les dijo a sus discípulos que era una cuestión de fe. La fe es la seguridad de que Dios está presente y va a intervenir en su momento. Pensar que duerme, o que debe estar en otra galaxia y no ve lo que ocurre, o que cuando decida actuar será demasiado tarde, esto es falta de fe.


MÁXIMA
Ánimo, Jesús está siempre.


Dios está siempre cerca de los que trabajan por su gloria: Lucha con nosotros cuando luchamos por él; si la intención es recta, no tenemos nada que temer”. (Memorial 19)

Confío en Jesús.
con Él nada temo.
Aun con viento en contra,
remando en la noche,
cansado y con sueño,
me alejo del triunfo
y me acerco a su anhelo.
Su luz nos alumbra,
su mano nos lleva,
ya no tengo miedo.

Confío en Jesús;
con Él nada temo.
Me encuentro conmigo,
mis límites vivo.
En sus manos me quedo,
acojo su amor,
me alejo del miedo.
Caminemos juntos
viviendo su vida.
Todo se hace nuevo.

Confío en Jesús,
con Él nada temo.
Me adentro en mí mismo,
encuentro mis dudas;
en sus manos me quedo.
Me da su perdón,
tengo su consuelo.
Su luz nos alumbra,
su mano nos lleva.
Ya no tengo miedo.

Confío en Jesús,
con Él nada temo.
Remando en su barca,
sentado a su mesa,
a su pecho me acerco.
Me siento tranquilo,
le confío mis sueños.
Caminemos juntos,
viviendo su vida.
Todo se hace nuevo.