Santa María en sábado

Jeremías 7, 1-11
Salmo 83, 3-6. 8. 11

Jesús les propuso otra parábola:
El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo.  Pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue.
Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña.
Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron:  Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?
Él les respondió: Esto lo ha hecho algún enemigo.
Los peones replicaron: ¿Quieres que vayamos a arrancarla?
No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, corren el peligro de arrancar también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero.

En las diversas comunidades que iban surgiendo a lo largo y ancho del imperio romano, gracias al trabajo de los 1º discípulos de Jesús, después de algún tiempo, se fueron introduciendo ideas que no venían del Maestro, sino de los intereses de algunos grupos. Uno de ellos fue el de los judaizantes, que deseaba seguir cumpliendo estrictamente con la ley de Moisés, al mismo tiempo que seguía a Jesús. Y se lo exigían a todos, incluso a los venidos del paganismo, que no tenían ni idea de la Torá. Pablo y Bernabé se enfrentarán duramente con ellos. Este tema llevó a reunirse en Jerusalén en el año 50, para resolverlo.  Aunque la decisión fue de no imponer esas normas, los judaizantes siguieron presionando y creando serios problemas.

Pero también del mundo pagano venían costumbres, ideas, formas de entender la vida y a Dios, que no eran las enseñadas por el Maestro. La corrupción, las diferencias sociales, el modo de entender la autoridad, el modo de vivir la sexualidad, trajeron problemas que podemos ver reflejados en las cartas del Nuevo Testamento. La comunidad de Corinto se nos presenta como el paradigma de esa realidad, porque se manifiestan en ella situaciones que crean conflictos serios: que un padre y un hijo tengan la misma mujer, el comer carne sacrificada a los ídolos, las graves disputas de poder, etc.

Otro tema fue el de las persecuciones, en la que murieron muchos cristianos por mantenerse firmes en su creencia. Pero también hubo otros que renegaron de su fe por temor a las consecuencias. Se sabe que luego, no pocos, arrepentidos, querían volver al seno de las comunidades, como si tal cosa.  Y allí se alzaron las voces de los que se habían mantenido fieles, que no aceptaban que fuera tan sencillo volver al redil. Les costaba el perdón hacia los débiles; no los veían como dignos de pertenecer a su comunidad.

Las semillas de cizaña brotaban, y a veces con fuerza, en medio de la buena cosecha en todas las comunidades cristianas de la época. La comunidad de Mateo no era la excepción. Y allí estaba los fieles y seguros de su doctrina y práctica cristiana, diciendo. ¡Arranquemos esta cizaña de nuestra comunidad! Era la tentación, como nos ocurre a nosotros también, de cortar por lo sano, de separar la ‘manzana podrida’ y listo.

Y el escritor tiene que recordarles las palabras del Maestro, que no quiso echar fuego sobre los samaritanos que no los recibieron, que pidió el perdón para sus verdugos, ‘porque no saben lo que hacen’, que dijo que debemos ser perfectos en el Amor como lo es el Padre, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos.

Es la gran tentación de siempre en toda comunidad: Sacar fuera al que desentona, quedarnos con los ‘buenos’, con los que son y piensan como nosotros. Se nos invita en cambio a remarla con los bueyes que tenemos y esperar la cosecha de Dios. Él, que conoce los corazones, dará a cada uno lo que le corresponde. No es nuestra función la de ser jueces, sino la de ser hermanos, que acompañan, que enseñan, que recriminan si es necesario; que perdonan también.


Te he hablado el lenguaje de la fe, con la autoridad de un superior y la amabilidad de un padre, y sólo puedo exhortarte de nuevo a escucharlo con un corazón humilde, arrepentido y dócil. Se trata de tu salvación, lo cual es bastante serio, ¡me parece a mí!… Esto es lo que mi deber me obligó a recordarte, y lo hice con ternura, aunque mi dolor fuese muy profundo y más aún porque te amo mucho. Así que consuélame con una mejor carta. (Al H. Bertrán)

Que brote,
que brote la vida nueva,
que se abran las semillas
que Tú pusiste en mi tierra.
Que brote, Señor, que brote,
que brote, por fin, sin tregua,
que venza esa débil fuerza
que germina aún con maleza.

Que brote,
que brote la vida nueva,
que se alce de mil colores
Que brote, Señor, que brote,
aún con cizaña o sin ella;
que crezca toda esa vida
que se hace fuerte en tu espera.

Y cuida mis brotes nuevos
y riega cuanto florezca,
que tu palabra alimente
mi tierra, y la vida crezca (bis)