Santo Domingo de Guzmán

Jeremías 31, 31-34
Salmo 50, 12-15. 18-19

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: ¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?
Ellos le respondieron: Unos dicen que es Juan el Bautista; otros Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas.
Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Y Jesús le dijo: Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te dará las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.
Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá.
Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.

Todos hemos de recordar una y otra vez que la fe no se identifica con las fórmulas que pronunciamos. para comprender mejor el alcance de «lo que yo creo» es necesario verificar cómo vivo, a qué aspiro, en qué me comprometo. Por eso, la pregunta de Jesús, más que un examen sobre nuestra ortodoxia, debería ser la llamada a un estilo de vida cristiano. Evidentemente no se trata de decir o creer cualquier cosa acerca de Cristo. Pero tampoco de hacer solemnes profesiones de fe ortodoxa para vivir luego muy lejos del espíritu que esa misma proclamación de fe exige y lleva consigo.

No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús: ¿Quién dicen que soy yo? En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales… que van revelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable.

Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que somos nosotros. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin damos cuenta lo empequeñecemos y desfiguramos, incluso cuando tratamos de exaltarlo.

Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad. No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas o unas costumbres. Jesús siempre desconcierta a quien se acerca a él con postura abierta y sincera. Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos atrae a una vida nueva. Cuanto más se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo.

Jesús es peligroso. Percibimos en él una entrega a los hombres que desenmascara nuestro egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude nuestras seguridades, privilegios y egoísmos. Una ternura que deja al descubierto nuestra mezquindad. Una libertad que rasga nuestras mil esclavitudes y servidumbres. Y, sobre todo, intuimos en él un misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia al Padre.

A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos entreguemos a él. Sólo hay un camino para ahondar en su misterio: Seguirlo. Seguir humildemente sus pasos, abrirnos con él al Padre, reproducir sus gestos de amor y ternura, mirar la vida con sus ojos, compartir su destino doloroso, esperar su resurrección. Y, sin duda, orar muchas veces desde el fondo de nuestro corazón: Creo, Señor, ayuda a mi incredulidad. (Pagola, El camino abierto por Jesús. Mateo)


MÁXIMA
¿Quién es Jesús para mí?


Ninguno de nosotros entrará en el seno de Dios, si no se ha asemejado antes a la imagen de su Hijo. Es en su Hijo en quien Dios ha puesto toda su complacencia, como Él mismo nos dice. Y para elevar hasta Él mismo a sus pobres criaturas, es preciso que encuentre en ellas los rasgos, y si se puede decir así, el rostro, la imagen viva de Aquél a quien engendró antes de todos los siglos. (S. VII, 2172)

¿Quién es luz, verdad y vida?
¿Quién es nuestro buen pastor?
¿Quién da paz al alma herida
y nos sana con su amor?
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¿Quién camina en las aguas
y a los sordos hace oír?
¿Quién a muertos resucita?
Hoy su nombre quiero oír.
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¿Quién pagó por nuestras culpas
y al mundo redimió?
¿Quién murió y al tercer día
a la muerte derrotó?
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¡Él es el camino!
¡Él es la verdad!
¡Él es la vida!
¡Es Jesús!

¿Quién es vino y Pan de vida
y nos sacia con su amor?
¿Quién se da en la Eucaristía?
¿Quién nos da la salvación?