Santa Faustina Kowalska

Job 42, 1-3. 5-6. 12-17
Salmo 119, 66. 71. 75. 91. 125

Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre.
Él les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos.
No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo.
En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: ¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!

En este evangelio se unen, uno tras otro, dos textos que, al menos a primera vista, no parecen estar directamente relacionado entre sí. El primero de esos textos, recoge la respuesta que, según Lucas, Jesús dio a los setenta y dos al regresar de su misión. El segundo (paralelo de Mt 11, 25-27), es la expresión de la experiencia profunda de Jesús en su relación con el Padre. Pero, si todo esto se piensa más a fondo, se advierte que, precisamente porque Jesús tenía tal y tanta intimidad con el Dios Padre, por eso dio la respuesta a los discípulos que necesitaban escuchar después de su éxito misional.

Los discípulos regresan exultantes de la misión, por el éxito que han tenido y por la constatación de que los demonios se les sometían. La respuesta de Jesús no es congratularse con ellos. Por lo visto, Jesús no se congratulaba con nadie por el hecho de conseguir sometimientos, ni siquiera de demonios.  Lo que Jesús le interesaba no eran los éxitos de sus discípulos, sino la liberación de los que sufrían las enfermedades que entonces se atribuían al demonio.  Eso es lo que nos tiene que alegrar. Y eso es ver a Satanás caer como un relámpago. Nuestros éxitos personales no deben ser el motor de lo que hacemos o dejamos de hacer.

La intimidad, y hasta la fusión, de Jesús con el Padre es lo que capacita a Jesús para hablar del Padre como nadie más puede darlo a conocer. Hablar de Dios es siempre problemático. Dar a conocer a Dios lo es mucho más. Pero lo es, sobre todo, porque de Dios hablamos por lo que de Él sabemos, no por lo que de Él experimentamos. Seguramente hablamos de Dios sin saber lo que decimos. O presentamos a Dios que poco o nada tiene que ver con la experiencia de Jesús: experiencia de intimidad y experiencia de bondad con todos.


Alimentémonos como ellos, con santa avidez, de este trigo de los elegidos (la Palabra de Dios); pidamos a Dios, con humildes y continuas oraciones, que nos dé la inteligencia del corazón, sin la cual no podemos comprender sus divinas lecciones ni penetrar en sus misterios; pídeselo para mí como yo se lo pido para ti, querido amigo, que seamos del número de esos pequeños que él se digna instruir él mismo y a quienes le place revelar sus secretos. (Carta del 2 de marzo de 1809. ATC I p. 50)

Te suplicamos, Señor,
que manifiestes tu bondad,
salva a todos cuantos sufren
la mentira y la maldad.
Ten piedad de los humildes,
y a los caídos levanta
hasta el lecho del enfermo
acerca tu mano santa.
Entra en la casa del pobre
y haz que su rostro sonría,
para el que busca trabajo
sé Tú fuerza y compañía.

A la mujer afligida
dale salud y reposo,
y a la madre abandonada
un buen hijo generoso.
Encuéntrale Tú el camino
al hijo que huyó de casa;
al pescador perdido,
al vagabundo que pasa.
Que el rico te mire en cruz
y a sus hermanos regale;
que no haya odio ni envidias
entre tus hijos iguales.

Da al comerciante justicia,
al poderoso humildad;
a los que sufren paciencia
y a todos tu caridad.
Venga a nosotros tu Reino,
perdona nuestros pecados
para que un día seamos
con Cristo resucitados.
Tú Señor, que puedes esto
y mucho más todavía,
recibe nuestra alabanza
por Jesús y con María.