San Ignacio de Antioquía

Efesios 1, 1-10
Salmo 97, 1-6

Jesús dijo a los fariseos y doctores de la ley: ¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
Así se pedirá cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

Desde el tiempo de Esdras y Nehemías, al volver del exilio en Babilonia, se formó un grupo de estudiosos de la palabra, con el fin de determinar exactamente lo que el Señor quería de su pueblo. Ellos se dedicaron a la preservación, transcripción y exposición de la ley. Con el transcurso del tiempo se hicieron extremadamente meticulosos. Los escribas desarrollaron un sistema de enseñanza extenso y complicado con la finalidad de salvaguardar la santidad de la ley. Esta vasta y complicada masa de enseñanza, conocida como “la tradición de los ancianos”, era transmitida oralmente y requería prolongados estudios para ser dominada. Toda instrucción elevada estaba en sus manos.

Jesús les dice que se ponen como los que saben, pero la sabiduría de Dios les ha enviado profetas y ellos se dedicaron a eliminarlos. No logran la salvación para ellos y no dejan entrar a los demás. A ellos se les pedirá cuenta de sus acciones.

Nosotros podemos ser doctores de la ley para otros. Somos los que sabemos, los que hemos estudiado y hablamos en nombre de Dios. Pero podemos ser guías ciegos, como estos señores que se desviaron del espíritu de la ley, para acentuar su letra pura y dura. Y la ley sin misericordia condena en lugar de salvar, encadena en lugar de liberar, excluye en lugar de incluir. Esperemos no escuchar un día lo mismo que escucharon estos doctores de boca de Jesús.


MÁXIMA
Jesús nos quiere humildes


Cuando pensamos en ello (el orgullo), delante de Dios, nos extrañamos, es cierto, de esta especie de locura que nos lleva continuamente, como a pesar nuestro, a enorgullecernos de todo, a presumir de nuestras fuerzas y a atribuirnos el bien del cual la gracia es el único principio. Pero la confesión de nuestra debilidad y de nuestras equivocaciones no es todavía la humildad, y muy a menudo las confundimos con ella, de modo que no tenemos más que una humildad aparente, exterior, de palabras. ¡Cuántas astucias tiene el orgullo! ¡Cuántas trampas nos tiende! ¡Y qué fácil es dejarse engañar! (Sobre la humildad. S. VII 767)

No se envanece mi corazón,
en mi mirada soberbia no hay.
No he pretendido grandeza alcanzar.
No corro tras sueños que brillen de más.

Tengo mi alma en silencio y en paz,
soy como un niño, en tus brazos dormí.
Así mi alma descansa hoy en ti.