Santa Margarita de Escocia – Santa Gertrudis

3ª Juan 5-8
Salmo 111, 1-6

Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse:
En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres. Y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario.
Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme.
Y el Señor dijo: Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia.
Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?

Jesús insiste en que los discípulos han de orar. Y han de orar siempre, sin cansarse jamás. Con esto, Jesús destaca la importancia de la oración en la vida. Porque todos en la vida, de una o de otra manera, por un motivo o por otro, nos vemos en la situación de la viuda que reclama justicia. Lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, no tenemos esa experiencia de seres necesitados e indigentes. Nuestra autosuficiencia nos incapacita para la oración. Porque ni sentimos lo necesaria que es.

Si “orar” es “desear”, ¿por qué será que no nos damos cuenta de los tendríamos que desear intensamente, constantemente, como la viuda que tanto le insistió al juez injusto? El problema que tenemos es que la sociedad en que vivimos nos proporciona una serie de satisfacciones inmediatas, que tiene la particularidad de que nos producen la impresión de que no hay que pedirle más a la vida. Y así, seguimos de capricho en capricho, sin caer en la cuenta de que tenemos que clamar para que nos hagan justicia, nos faciliten una forma de vida y de convivencia, que nos haga poder tener lo que de verdad nos hará felices y nos dará la esperanza que necesitamos para que nuestra vida tenga sentido.

En definitiva, el problema es un asunto de fe: la convicción de que nosotros no nos bastamos a nosotros mismos, es decir, la convicción de que más allá de los límites de la vida, hay una realidad última que es la que nos humaniza y da sentido a nuestras vidas.


A su ejemplo (Jesús), todo cristiano debe ser un hombre de oración; nuestros deseos, nuestras esperanzas, nuestros afectos, incluso nuestra misma conversación, como dice el Apóstol, deben estar en el cielo; continuamente debemos elevar nuestros corazones y manos a Dios, hacer que nuestros gemidos y deseos suban a él, para solicitar su ayuda y su misericordia. (Sobre la oración en general)

Oh, Jesús a tu corazón
confío mi necesidad.
Mírala y después
deja tu corazón actuar.

Oh, Jesús, yo cuento contigo.
Yo confío en Ti. Oh, Jesús,
de Ti estoy seguro.
Yo me entrego a Ti.

Tú que has dicho:
Si quieres agradarme
confía en Mí.
Si quieres agradarme más
confía más, inmensamente más.

Las almas que confían en Ti
serán recompensadas por Ti.
Sagrado Corazón de Jesús,
Yo confío en Ti.

No habrá confusión que dure por siempre.
Yo sé en quién he creído.
Mi esperanza no será defraudada.
Pues Tú has dicho: Si quieres agradarme confía en Mí.
Si quieres agradarme más, confía más,
Inmensamente más.