Domingo 6º Durante el Año


Jeremías 17, 5-8
Salmo 1, 1-4.6
1ª Corintios 15, 12.16-20

En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón. Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo:
¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!
¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán!
¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!
¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas!
Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas!
¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas!

Jesús inicia la jornada después de haber pasado un largo rato en oración con su padre en la montaña. Tenía, entre manos, algo grande que decidir, convocar a los doce apóstoles, los que lo secundarían en el anuncio de la Buena Noticia. Lo hizo y bajó al llano. Allí lo esperaban paisanos de muchas ciudades. Querían encontrarse con él. Su persona atraía, no dejaba indiferente a nadie, tampoco su mensaje.

Acostumbrados a escuchar las «bienaventuranzas» tal como aparecen en el evangelio de Mateo, se nos hace duro a los cristianos más acomodados leer el texto que nos ofrece Lucas. Al parecer, este evangelista y no pocos de sus lectores pertenecían a una clase social acomodada. Sin embargo, lejos de suavizar el mensaje de Jesús, Lucas lo presentó de manera provocativa.

Junto a las «bienaventuranzas» a los pobres, el evangelista recuerda las «malaventuranzas» a los ricos: “Dichosos los pobres… los que ahora tienen hambre… los que ahora lloran”. Pero “Ay de ustedes, los ricos… los que ahora están saciados… los que ahora ríen”. El Evangelio no puede ser escuchado de igual manera por todos. Mientras para los pobres es una Buena Noticia que los invita a la esperanza, para los ricos es una amenaza que los llama a la conversión. ¿Cómo escuchar este mensaje en nuestras comunidades?

Antes que nada, Jesús nos pone a todos ante la realidad más sangrante que hay en el mundo, la que más le hacía sufrir a él, la que más llega al corazón de Dios, la que está más presente ante sus ojos. Una realidad que, desde los países ricos, se trata de ignorar y silenciar una y otra vez, encubriendo de mil maneras la injusticia más cruel e inhumana de la que, en buena parte, somos responsables nosotros. ¿Queremos continuar alimentando el autoengaño o abrir los ojos a la realidad de los pobres? ¿Tomaremos alguna vez en serio a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin dignidad, los que no tienen voz ni poder, los que no cuentan para nuestra marcha hacia el bienestar?

Los cristianos no hemos descubierto todavía toda la importancia que pueden tener los pobres en la historia del cristianismo. Ellos nos dan más luz que nadie para vernos en nuestra propia verdad, sacuden nuestra conciencia y nos invitan permanentemente a la conversión. Ellos nos pueden ayudar a configurar la Iglesia del futuro de manera más evangélica. Nos pueden hacer más humanos y más capaces de austeridad, solidaridad y generosidad.

El abismo que separa a ricos y pobres sigue creciendo de manera imparable. En el futuro, cada vez será más imposible presentarse ante el mundo como Iglesia de Jesús ignorando a los más débiles e indefensos de la Tierra. O tomamos en serio a los pobres u olvidamos el Evangelio. En los países ricos resultará cada vez más difícil escuchar la advertencia de Jesús: “No pueden servir a Dios y al dinero”.

Jesús y la gente: siempre ante los grandes acontecimientos en relación con los otros, siempre supo hacer un parate en la montaña y dialogar con su Padre, con su consejero con el objeto de tomar la mejor decisión, aquella constructora de Reino. Supo hacerse cargo de los reclamos de la gente y expresarles los deseos de su Padre, no andaba con vueltas. También les compartía cuál era el Dios en el que creía y qué valoraba su Dios. La gente quería oírlo, porque le aportaba aire fresco a la pesada situación que estaban viviendo como ciudadanos, sus palabras animaban el caminar e intuían que Dios estaba comprometidos con ellos.


La salvación de un hermano, como la de un sacerdote, está ligada a los demás; cuando al final de nuestros días, estemos allí, delante del supremo tribunal, ¿cuál serán nuestras excusas si vemos caer al infierno una sola alma que hubiéramos podido salvar por nuestros caritativos cuidados y por el esfuerzo de nuestro celo? ¿Qué vamos a responder cuando esos desgraciados nos digan: Dios te había encargado instruirme y me has dejado en la ignorancia; te había encargado socorrerme en mi miseria y has sido sordo a mis gritos; viles motivos de interés, placer, orgullo o ambición te han alejado de mí cuando pedía tu ayuda y tu compasión, tú debías alimentarme y no lo has hecho; por lo tanto tú me has matado; mi condenación es tu obra; no me alimentaste, me mataste.(Retiro a los hermanos, S VII 2228 – 30)

Felices aquellos, los de puro corazón,
los que en cada mañana te sonríen con pasión
y te dicen, mirándote con gozo:
«Tenga usted un día hermoso
más amable, más dichoso».

Felices los de limpio mirar,
que no saben de envidias,
los de nunca condenar,
los que nunca te cargan de tristeza
ni te enrostran tu pobreza,
que conocen tu belleza.

Felices los que nunca descansan
en la lucha por la paz,
una paz verdadera, de justicia y libertad;
los que entregan su vida sin medida
por un mundo sin heridas,
sean felices cada día.

Felices los que buscan verdad,
los que luchan por dar
a cada hombre dignidad;
los que al miedo salvaje dan derrota,
dan su sangre gota a gota
y en la tierra son semilla que brota.

Felices los que dicen: «hermano»
con nobleza y sin doblez;
los que saben que el barro
se ha pegado a nuestros pies;
que conocen la pena más profunda,
la alegría donde abunda
y la entrega más fecunda.

Felices los que olvidan tu error
y te saben distinto
y te abrazan sin rencor,
porque ven que tu corazón palpita,
que en tu alma siempre habita
algún sueño que se agita.

Felices los que saben sufrir junto
a tu lado en el dolor
y te dan una mano
que te aprieta con calor;
los que nunca se ríen de tu llanto,
porque sólo un nuevo canto
es su alegría y su encanto.

Felices
los de gran corazón,
que comparten la vida,
regalando un nuevo don;
Y te dan de su pan
y te dan de beber
y a su mesa te sientan
y te llaman hermano.