Miércoles de la 6º semana durante el año

Génesis 7, 6-7; 8, 6-13. 20-22
Salmo 115, 12-15. 18-19

Cuando llegaron a Betsaida le trajeron a un ciego y le rogaban que lo tocara. Él tomó al ciego de la mano y lo condujo a las afueras del pueblo. Después de ponerle saliva en los ojos e imponerle las manos, Jesús le preguntó: ¿Ves algo?
El ciego, que comenzaba a ver, le respondió:  Veo hombres, como si fueran árboles que caminan.
Jesús le puso nuevamente las manos sobre los ojos y el hombre recuperó la vista. Así quedó curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a su casa, diciéndole: Ni siquiera entres en el pueblo.

El evangelio de Marcos se caracteriza por ser breve y conciso. Y, en su brevedad, nos presenta la cura de dos ciegos en contextos muy diferentes y con mensajes muy importantes.

Hoy, el Evangelio nos adentra en la cura del ciego de Betsaida. Esta cura se encuentra situada en medio de dos relatos en los cuales Jesús percibe que los discípulos no entienden ni comprenden quien es y cuál es su misión. Los discípulos están ciegos… también Pedro está ciego. Muy probablemente, nosotros también estamos ciegos.

El ciego de Betsaida es conducido hasta Jesús. Alguien o “álguienes” lo llevan. No parece una persona con iniciativa propia. Y, sin embargo, Jesús lo acoge en su pasividad, lo saca de la aldea, de su lugar conocido, de su confort… El ciego se deja conducir… Jesús lo lleva de la mano… lo guía… y sólo a las afueras de su entorno y mundo conocido, realiza el milagro de la visión. Un milagro que llama la atención por ser el único realizado en dos etapas. Probablemente estas dos etapas en la recuperación de la visión expresan que el discipulado es un proceso de adhesión al proyecto de Dios.

Y el corazón, acoge la capacidad para hacer el bien y el mal.  Bien sea el propio corazón o el corazón de los demás. Vivir el discipulado implica adentrarnos en el misterio que nos habita y que habita a las personas de nuestros entornos, implica acogernos con misericordia y ternura. Vivir el discipulado significa que estamos dispuestos a que nada ni nadie nos separe del camino de Dios. Y si nos separamos por algún motivo, si nos volvemos ciegos, el Maestro siempre está ahí para sacarnos de nuestro lugar y, con paciencia y amor, devolvernos la visión de la fe. (Hna. Ana Belén Verísimo García OP)


Él no nos falla nunca; siempre está cerca de nosotros, para iluminarnos, consolarnos, fortalecernos. Si, pues, nos sentimos ciegos, afligidos y débiles, es para que recurramos a él con fe viva y con tierna confianza. Hija mía que, Dios sólo, sea todo para ti.  (A la señorita A. Chenu)

De tierra y saliva son los milagros,
de luz y alegría se visten tus manos
si dejo que toques mis ojos cegados,
si dejo que abras desvanes cerrados.

Con barro y caricias se curan los daños,
que el barro restaura nuestro propio barro,
mientras las caricias van iluminando
caminos oscuros que vamos andando.

Soy yo, aquel que era ciego,
soy yo, pero ahora ya veo.
Me tendiste la mano porque estaba enfermo
y sentí que tu amor me sanaba de nuevo,
sentí que tu amor me sanaba de nuevo.
Soy yo, aquel que era ciego,
soy yo, pero ahora ya creo.
Que todos lo vean y puedan creerlo:
No existen cegueras si el amor vence al miedo.
no existen cegueras si el amor vence al miedo.

De miedos y anhelos se llenan mis ruegos,
de pasos pequeños que no llegan lejos
porque soy yo mismo quien siente que es ciego,
aunque el corazón sepa mirar por completo.

Enciende mi vida, enséñame a comprender,
que es más ciego el que mira pero no quiere ver,
que sólo el corazón puede guiarme a través
de temores que ciegan y no dejan «ser».