San Eladio

Génesis 6, 5-8; 7, 1-5. 10
Salmo 28, 1-4. 9-10

Jesús volvió a embarcarse hacia la otra orilla. Los discípulos se habían olvidado de llevar pan y no tenían más que un pan en la barca.
Jesús les hacía esta recomendación: Estén atentos, cuídense de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes.
Ellos en tanto discutían entre sí, porque no habían traído pan.
Jesús se dio cuenta y les dijo: ¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden?
Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. ¿No recuerdan cuántas canastas llenas de sobras recogieron, cuando repartí cinco panes entre cinco mil personas?
Ellos le respondieron: Doce.
Y cuando repartí siete panes entre cuatro mil personas, ¿cuántas canastas llenas de trozos recogieron?
Ellos le respondieron: Siete.
Entonces Jesús les dijo: ¿Todavía no comprenden?

El evangelio de Marcos resalta en muchas ocasiones la dificultad que tenían los discípulos para entender a Jesús. En esta ocasión, incluso pone en boca de Jesús estas palabras: ¿Es que no acaban de entender?
Y, sí, a nosotros nos pasa también lo mismo. Seguimos a Jesús con sinceridad de corazón, pero hay cosas que nos cuesta entender. Nos cuesta entender por qué hay que perdonar siempre; nos cuesta entender por qué tenemos que amar a todos, incluso a nuestros enemigos; nos cuesta entender que para vivir hay que morir y que solo el que se pierde se encuentra.

El evangelio está lleno de paradojas que nos cuesta entender porque nos empeñamos en pasarlo todo por nuestra cabeza, y hay cosas que solo se entienden con el corazón. “El corazón tiene razones que la razón no entiende”…

Tal vez ese es el secreto. Jesús nos invita a escuchar en el silencio del corazón, en ese lugar sagrado donde Dios habita, donde no estamos contaminados con palabras, ideas preconcebidas, necesidad de tener la razón y encasillarlo todo dentro de nuestros esquemas.

Abre, Señor, nuestro corazón, para acoger tu mensaje de paz, de amor, de modo que penetre nuestra vida, la transforme y la haga presencia de tu paz y de amor. (Jacqueline Rivas, Hesed)


Estas pocas palabras bastarán, sin duda, para hacernos sentir la necesidad de implorar, cada uno para sí y cada uno para los demás, con gran ardor, las luces celestiales, y purificar más y más nuestro corazón de la vieja levadura, a fin de que nada detenga en él la acción de la gracia. Ella se extenderá sobre nosotros, estemos bien convencidos, con una maravillosa abundancia, si no le ponemos ningún obstáculo. (Apertura del retiro de 1828)

Escuchemos a dios donde la vida clama.
Escuchemos a Dios, pues con pasión nos habla. 

Yo te hablo y te grito
 en el pobre que sufre por falta de pan,
 el enfermo clavado en la cruz del dolor,
 la mujer agredida que busca igualdad,
 en el niño sin padres que anhela un abrazo,
 el anciano olvidado, dolor y tristeza,
 el migrante sin patria, sin paz, sin hogar.
¡Escúchame! ¡Escúchame! 

Yo te hablo, te grito, 
 cuando alguien anuncia la Buena Noticia,
 por quien sirve al hermano y entrega su vida,
 por quien busca la paz y el Reino construye, 
 donde hay alguien que lucha por un mundo nuevo.
 El amor solidario que cura al herido,
 por aquellos que viven sencilla hermandad.
¡Escúchame! ¡Escúchame! 

Yo te hablo, te grito,
 en el Libro que narra mi amor por el mundo,
 en el Pan repartido, memoria y anuncio,
 el silencio, el desierto y la contemplación,
 en tu sed de belleza, de bien y verdad,
 en el átomo, el hombre y la inmensa galaxia,
 en el centro habitado de tu corazón.
¡Escúchame! ¡Escúchame!