San Patricio

Daniel 9, 4b-10
Salmo 78, 8-9. 11.13

Jesús dijo a sus discípulos: Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante.
Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes.

La misericordia se expresa, sobre todo, con el perdón: “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados” (v. 37). Jesús no pretende alterar el curso de la justicia humana, no obstante, recuerda a los discípulos que para tener relaciones fraternales es necesario suspender los juicios y las condenas.
Precisamente el perdón es el pilar que sujeta la vida de la comunidad cristiana, porque en él se muestra la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado en primer lugar. ¡El cristiano debe perdonar! pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros que estamos aquí, hoy, hemos sido perdonados. Ninguno de nosotros, en su propia vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios.
Y para que nosotros seamos perdonados, debemos perdonar… Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados por muchas, muchas ofensas, por muchos pecados. Y así es fácil perdonar: si Dios me ha perdonado ¿Por qué no debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios?
Este pilar del perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que nos ha amado en primer lugar. Juzgar y condenar al hermano que peca es equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador rompe el lazo de fraternidad con él y desprecia la misericordia de Dios, que por el contrario no quiere renunciar a ninguno de sus hijos.
No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no estamos por encima de él: tenemos más bien el deber de devolverlo a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión.


MÁXIMA
Seamos misericordiosos como el Padre


Estén dispuestas a ceder en todo, a sacrificarlo todo, a dejarlo todo, a molestarse en todo momento, día y noche, para ayudar al prójimo y servirlo en Jesucristo, centrándose especialmente en las personas que más les repugnan. (Reglamento para las Hermanas. 1820) 

Cuentan que hace más de dos mil años
las ovejas del rebaño iban tristes por la vida,
lejos de un pastor que las guiara;
sus corazones llevaban tanta herida que sanar

Fue allí que Dios, rico en misericordia,
nos manifestó su Gloria,
desde el vientre de María
revelándonos su amor de Padre,
en el Verbo hecho carne.
¡Qué alegría! En verdad

Y en un abrazo misericordioso nos unió,
nos devolvió la dignidad perdida.
Buscó la oveja, que del fiel rebaño se alejó,
sanó su herida y la rescató (2)

Con mirarlo uno veía al Padre.
Su ternura era el mensaje,
su actitud la cercanía.
Nos llenaba de besos y de abrazos
y buscaba a cada paso darnos vida y libertad.

Misericordiosos como el Padre
nos pedía que seamos frente a tanta hipocresía.
No juzgar para no ser juzgados,
ver en el otro a un hermano
con heridas que sanar.

Jesucristo estás a nuestro lado
y nos pides que veamos
tanta dignidad perdida,
tantos gritos y tantas miradas,
tanta gente postergada
y excluida de verdad.

Enséñanos a estrechar sus manos,
para que juntos sintamos
tu grata presencia amiga,
y esa caridad que nos obliga
a ser signos de alegría y de solidaridad.