3º sábado de Cuaresma

Oseas 6, 1-6
Salmo 50, 3-4. 18-21

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.

Para comprender la hondura de la parábola del fariseo y el publicano, conviene recordar los orígenes primeros de los fariseos, que hay que buscarlos en lo que representó para los israelitas el destierro de Babilonia. Abundaron los israelitas que vivieron el destierro como el fracaso del profetismo. Cuando el año 538 (A. C.) el emperador Ciro permitió a la comunidad de Israel el regreso de su patria, muchos israelitas perdieron su fe y la confianza en los profetas (P.D. Hanson). La reacción lógica fue la restauración creciente de la Ley, el culto al templo y el prestigio de los sacerdotes. Con el paso del tiempo, en el s. II (a. C.), se organizaron como partido político los fariseos (laicos piadosos), que centraron su religiosidad en la observancia de la Ley y el cumplimiento de los ritos.

La parábola indica las tres características que más se destacan en los fariseos: 1) se veían a sí mismos como justos, 2) se sentían seguros de su propia conducta; 3) despreciaban a quienes no vivían como ellos. Es decir, estaban convencidos de que ellos vivían como Dios manda, eso les daba seguridad en sí mismos, y además despreciaban a todo el que no era como ellos.

En definitiva, los fariseos vivían una forma de religiosidad que producía una consecuencia fatal: se consideraban superiores al resto de los mortales. Ahora bien, cuando en un colectivo de personas se produce este tipo de experiencia, sin ser conscientes de lo que pasa y de lo que viven, el hecho es que son personas que van por la vida haciendo lo peor y lo más humillante que se puede hacer en este mundo: Sin darse cuenta, lo que hacen es relacionarse, con quienes no son de su grupo elegido de los “selectos”, desde un desprecio tan profundo, que jamás toman conciencia de lo que viven.

Lo más duro y temible, que subyace a todo esto, es que precisamente la conciencia de superioridad de ellos y de desprecio de los que no tienen la suerte de ser como ellos; eso es lo que da sentido a sus vidas. Y es hasta el distintivo del que se enorgullecen. Por eso tienen tanta estima de sí mismos. Por eso se ven ejemplo y modelo. Y por eso, sobre todo, van despreciando a todo el que no tiene la suerte y la fidelidad que ellos tienen.
Sin embargo, el Dios de Jesús aprecia tanto al que se ve un miserable, que solamente justifica y quiere al que se ve hundido hasta el extremo, que no le queda otro agarradero que, desde su propia miseria, esperar misericordia.


Nada es más humillante para el hombre que tener necesidad de que se le predique la humildad para ser humilde. Tiene que ser muy débil nuestra razón, para que sola no pueda poner en nuestro corazón la convicción de nuestra nada; es cierto que lo sabemos, pero nuestro amor propio toma esa confesión como una razón para no creerlo. Vean si no cómo los filósofos, que dijeron las peores cosas del hombre, son aquellos que tienen una más alta estima de sí mismos. Confiar en la misericordia es una razón para obtener la misericordia. (Memorial, pág. 10)

Señor de los afligidos,
Salvador de pecadores,
mientras aquellos señores
de solemnes encintados,
llevan al templo sus dones,
con larga cara de honrados.
Ay que me gusta escucharte
cuando les dices:
‘la viuda, con su moneda chiquita
ha dado más que vosotros,
porque ha entregado su vida’.

Señor de las Magdalenas,
pastor de samaritanos,
buscador de perlas finas
perdidas en los pantanos,
cómo te quedas mirando
con infinita tristeza
al joven que te buscaba
y cabizbajo se aleja,
por quedar con su dinero.
¡Ay, qué difícil que pase
por esta aguja un camello!

Amigo de los humildes,
confidente de los niños,
entre rudos pescadores
escoges a tus ministros;
parece que todo fuera
en tu Evangelio sorpresa;
Dices: ‘felices los mansos
y los que sufren pobreza;
bendito son los que lloran,
los sedientos de justicia,
dichosos cuando os maldigan’.

‘Es hijo de los demonios’,
los fariseos decían,
‘se mezcla con los leprosos
y con mujeres perdidas,
el sábado no respeta.
¿Dónde vamos a parar
si ha decidido sanar
a toda clase de gente?
¡Es un hombre subversivo!
Ante tanta confusión
yo me quedo con lo antiguo.

Ellos miraban al cielo
y Tú mirabas al hombre,
cuando apartado en el monte
te entregabas a la oración;
sólo buscabas a Dios,
a tu Padre Santo y justo;
en el secreto nombrabas,
para que Tú los sanaras,
al hombre uno por uno,
y lo que el barro manchaba
tus ojos lo hicieron puro.