4º domingo de Cuaresma

Primera Lectura: Josué 4, 19; 5, 10-12
Salmo Responsorial: 33, 2-7
Segunda Lectura: 2 Corintios 5, 17-21

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo entonces esta parábola: Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!» Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo».
Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado». Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
Él le respondió: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo».
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!»
Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Jesús narra una de las parábolas más bellas y conmovedoras que salieron de sus labios. Sin duda la trabajó lar­gamente en su corazón. Ella invita a intuir la increíble misericor­dia de Dios. Es un error llamarla parábola del ‘hijo pródigo’. La figura central es el Padre. Se la puede titular parábola del ‘amor del padre’ o del ‘padre bondadoso’. Aunque solo Lucas ha conservado esta parábola, no hay dudas razonables para no atribuírsela a Jesús. Lucas ha entendido la parábola como una respuesta de Jesús a los ‘escribas y fariseos’ que lo critican por comer con publicanos y pecadores.

Jesús conocía bien los conflictos que se vivían en las familias de Gali­lea: las discusiones entre padres e hijos, los deseos de independencia de algunos o las rivalidades entre hermanos por derechos de herencia que po­nían en peligro la cohesión y estabilidad de la familia. Se sufría lo indeci­ble pues la familia lo era todo: hogar, lugar de trabajo y supervivencia, fuente de identidad, garantía de seguridad y protección. Era muy difícil sobrevivir fuera de la familia.

Cuando Jesús comienza a hablar de los problemas de un padre para mantener unida a su familia, todo el mundo presta atención. Conocen conflictos parecidos, pero lo que pide ese hijo es imperdonable. Al exigir la parte de su herencia está dando por muerto a su padre, rompe la soli­daridad de la familia y echa por tierra su honor. ¿Cómo va a repartir su herencia un padre estando todavía en vida? ¿Cómo va a dividir su pro­piedad poniendo en peligro el futuro de la familia? Lo que exige es una locura y una vergüenza para todo el pueblo (Cfr. Eclo 34, 20-24)

El padre no dice nada. Respeta la sinrazón de su hijo y le reparte la herencia. El texto dice literalmente que el padre ‘repartió entre ellos sus bienes’, lo que cons­tituía su vida y sustento. Los oyentes de­bieron de quedar consternados. ¿Qué clase de padre es este? ¿Por qué no impone su autoridad? ¿Cómo puede aceptar la locura del hijo perdiendo su propia dignidad y poniendo en peligro a toda la familia?

Repartida la herencia, el hijo se desentiende del padre, abandona a su hermano y se marcha a ‘un país lejano’. Pronto, una vida desquiciada lo lleva a la destrucción. Sin recursos para defenderse de un hambre severa, absolutamente solo en medio de un país extraño, sin familia ni protec­ción alguna, termina como esclavo de un pagano cuidando cerdos. Su de­gradación no puede ser mayor. Sin libertad ni dignidad alguna, haciendo una vida infrahumana en medio de animales ‘impuros’, llega a desear en vano las algarrobas que comen los chanchos, pues nadie se las da.

Al verse en una situación tan desesperada, el joven reacciona. Recuerda la casa de su padre, donde abunda el pan. Aquel era su hogar; no podía se­guir más tiempo lejos de su familia. Consecuente, toma una decisión: ‘Me levantaré e iré a mi padre’. Reconocerá su pecado. Ha perdido to­dos sus derechos de hijo, pero tal vez pueda ser contratado como un jor­nalero más.

La acogida del padre es increíble. Estando todavía lejos, fuera del pueblo, ve a su hijo agobiado por el hambre y la humillación y ‘se conmueve’. Literalmente, ‘se le conmovieron las entrañas’. Pierde el control: olvidando su propia dignidad, corre a su encuentro, lo abraza con ternura sin dejar que se eche a sus pies y lo besa efusivamente, sin temor a su estado de impureza. Este hombre no actúa como el patrón y patriarca de una familia. Sus gestos son los de una madre. Esos besos y abrazos entrañables delante de todo el pueblo son signo de acogida y perdón, pero también de protección y defensa ante los vecinos.

Interrumpe su confesión para ahorrarle más humilla­ciones y se apresura a restaurar su dignidad dentro de la familia: lo viste con ‘el mejor vestido’ de la casa (el ‘mejor vestido’ era probablemente el del padre), le pone el anillo que le confiere el título de hijo y lo hace calzar sandalias de hombre libre. Pero hay que rehacer también su honor y el de toda la familia dentro de la aldea. El padre organiza un gran banquete para todo el pueblo. Se matará el novillo cebado y habrá música y baile en la plaza.

Para una familia de labradores de Galilea, matar un ternero era muy costoso y poco frecuente. Sólo se hacía en las grandes fiestas para compartirlo con los vecinos. Todo está más que justificado: ‘Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado’. Por fin podrán vivir en familia de manera digna y dichosa.

Desgraciadamente faltaba el hijo mayor. Llegó del campo al atardecer. Un día más había cumplido fielmente con su trabajo. Al oír ‘la música y las danzas’, queda desconcertado. No entiende nada. La vuelta del her­mano no le produce alegría como a su padre, sino rabia. Se queda fuera sin entrar a la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño ante la familia y los vecinos reunidos para acoger a su hermano. No se había perdido en un país lejano, pero se encuentra perdido en su propio resentimiento.

El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha salido al en­cuentro del hijo llegado de lejos. No le grita, no le da órdenes. No actúa como el patrón de la casa. Al contrario, como una madre, le suplica una y otra vez que entre a la fiesta. Es entonces cuando el hijo explota y deja al descubierto todo su rencor. Ha pasado su vida cumpliendo las órdenes del padre como un esclavo, pero no ha sabido disfrutar de su amor como un hijo. Su vida de trabajo sacrificado ha endurecido su corazón. No vive en la familia; si su pa­dre le hubiera dado un cabrito, hubiera organizado una fiesta, no con él, sino con sus amigos. Ahora no sabe sino humillar a su padre y denigrar a su her­mano denunciando su vida libertina con prostitutas. No entiende el amor de su padre hacia aquel miserable. Él no acoge ni perdona.

El padre le habla con ternura especial.  Se dirige a él llamándole teknon, término afectuoso que se puede traducir como ‘mi querido hijo’, ‘mi pequeño’. Desde su corazón de padre, él lo ve todo de manera diferente. El hijo llegado de lejos no es un depra­vado, sino un ‘hijo muerto que ha vuelto a la vida’. Aquel hijo que no quiere entrar en la fiesta no es un esclavo, sino un hijo querido que puede disfrutar junto a su padre compartiendo todo con él. Su único deseo de padre, es ver de nuevo a sus hijos sentados a la misma mesa, compar­tiendo fraternalmente un banquete festivo.

Jesús interrumpe aquí su relato sin explicación alguna. ¿Qué sintieron los padres que habían cerrado para siempre las puertas a sus hijos esca­pados de casa para vivir su propia aventura? ¿Qué sintieron aquellos ve­cinos que tanto despreciaban a quienes habían abandonado el pueblo para irse a vivir a Séforis o Tiberíades? ¿Qué experimentaron los que lle­vaban años lejos de Dios, al margen de la Alianza, sin preocuparse de cumplir la ley ni de peregrinar al templo? ¿En qué pensaron los que vi­vían dentro de la Alianza y despreciaban a pecadores, recaudadores y prostitutas?

Todos han empezado por juzgar rápidamente la insensatez de aquel padre por su falta de autoridad para imponerse a sus hijos, pero, al conocer su compasión increíble, al verlo perdonar y proteger maternalmente a su hijo perdido, y salir humilde al encuentro del hijo mayor, bus­cando apasionadamente la reconciliación de todos en una fiesta, quedan probablemente desconcertados y conmovidos. ¿Es posible que Dios sea así? ¿Como un padre que no se guarda para sí su herencia, que respeta totalmente el comportamiento de sus hijos, que no anda obsesionado por su moralidad y que, rompiendo las reglas convencionales de lo justo y correcto, busca para ellos una vida digna y dichosa? ¿Será esta la mejor metáfora de Dios: Un padre acogiendo con los brazos abiertos a los que andan ‘perdidos’ fuera de casa, y supli­cando a cuantos lo contemplan y le escuchan que acojan con compasión a todos?

La parábola significa una verdadera ‘revolución’. ¿Será esto el reino de Dios? ¿Un Padre que mira a sus criaturas con amor increíble y busca conducir la historia humana hacia una fiesta final donde se celebre la vida, el perdón y la liberación definitiva de todo lo que esclaviza y de­grada al ser humano? Jesús habla de un banquete espléndido para todos, habla de música y de danzas, de hombres perdidos que desatan la ter­nura de su padre, de hermanos llamados a perdonarse ¿Será esta la buena noticia de Dios? (Pagola)

Jesús y el Padre: puede hablar así del Padre por la intimidad que con él frecuenta, sabe cómo actúa, sabe cuál es su debilidad, lo que lo desvive, lo sabe Padre-Madre y eso quiere comunicarnos.

Jesús y los fariseos: los invita a verse reflejados en el hijo mayor, son los que se creen seguros, obedientes, amantes de Dios, serviciales a sus causas, impecables, pero incapaces de amar de verdad a su próximo ni experimentar necesidad del Padre.

Jesús y los publicanos: los retrata en el hijo menor, se han alejado, quisieron hacer su camino, se equivocaron, pero se descubrieron necesitados del Padre y quieren volver, están hambrientos de humanidad, de acogida y se abajan y vuelven sin pretensiones.


Exponer nuestras miserias a nuestro Padre que está en los cielos, con humilde confianza. No hacer al rezar, violentos esfuerzos por elevarnos a altas consideraciones; cuando el nos llama y nos atrae, seguir el rastro de su gracia, ir a él con la sencillez de un niño pequeño, que se deja conducir de la mano.   (Memorial 18 – 19)

Dile a quien sufre en su soledad:
No debes temer,
pues el Señor, tu Dios, poderoso,
cuando invoques su nombre,
Él te salvará.

Él vendrá y te salvará.
Él vendrá y te salvará.
Dile al cansado que Él pronto volverá.
Él vendrá y te salvará.
Él vendrá y te salvará,
Él vendrá y te salvará.
Alza tus ojos hoy, Él te levantará.
Él vendrá y te salvará.

Dile a quien tiene herido el corazón:
No pierdas la fe,
pues el Señor, tu Dios, con su gran amor,
cuando invoques su nombre,
Él te salvará.

Es refugio en el peligro,
nuestro escudo en la tormenta,
fortaleza en el sufrimiento,
defensa en la guerra es. ¡Fuerte es!