San Juan Bautista de la Salle

Daniel 13, 41-62
Salmo 22, 1-6

Jesús les dirigió una vez más la palabra, diciendo: Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida.
Los fariseos le dijeron: Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale.
Jesús les respondió: Aunque yo doy testimonio de mí, mi testimonio vale porque sé de dónde vine y a dónde voy; pero ustedes no saben de dónde vengo ni a dónde voy. Ustedes juzgan según la carne; yo no juzgo a nadie, y si lo hago, mi juicio vale porque no soy yo solo el que juzga, sino yo y el Padre que me envió.
En la Ley de ustedes está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo doy testimonio de mí mismo y también el Padre que me envió da testimonio de mí.
Ellos le preguntaron: ¿Dónde está tu Padre?
Jesús respondió: Ustedes no me conocen ni a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre.
El pronunció estas palabras en la sala del Tesoro, cuando enseñaba en el Templo. Y nadie lo detuvo, porque aún no había llegado su hora.

Jesús comenzó haciendo una afirmación: «Yo soy la luz del mundo». Quizá la razón por la que en este momento hizo tal afirmación debamos buscarla en que en los días anteriores se había celebrado la fiesta de los tabernáculos o de las cabañas, donde se prendían enormes candeleros. De la misma forma en la que Dios había iluminado a sus antepasados en el desierto, ahora era el mismo Hijo de Dios quien los podía iluminar y dispersar las tinieblas de sus corazones.

Y Jesús sigue: “el que me sigue, no andará en tinieblas”. Vivir en tinieblas es vivir lejos de Dios, sin seguir sus caminos santos, lejos del mandato del amor. Pero para los fariseos que lo escuchaban, quien estaba fuera del camino de Dios era Jesús, que afirmaba ser Hijo de Dios y que pretendía hablar en su nombre. Para ellos sus pretensiones eran una blasfemia y los blasfemos en Israel no se toleraban, debían ser eliminados.

Hoy quizás actuaríamos de la misma manera frente a alguien que dijese ser el hijo de Dios. No parecería absurdo y lo más seguro es que lo consideraríamos loco. Pero la gran ceguera de aquellos hombres es que no quisieron ver los signos que hacía para que le creyesen: El sanar enfermos incurables, resucitar muertos, multiplicar el alimento, eran señales muy grandes y aun así no quisieron escucharlo. El refrán dice que no hay peor ciego que quien no quiere ver. Realmente frente a tanto poder manifestado hay que tener el corazón muy duro para negarlo. Quizás los intereses egoístas, quizás el miedo a Yahveh o a los romanos, hicieron imposible que aquellos hombres poderosos pudieran aceptar la realidad.

MÁXIMA
Abre los ojos y descubre a Dios


Dichosos los hombres animados de este espíritu; como el santo anciano Simeón, tienen a Jesucristo entre sus brazos y le pueden decir como la esposa del Cantar de los cantares “lo tengo y no lo dejaré”, se unen a él, saborean todas sus palabras, no dejan escapar ninguna, las recuerdan en su corazón, hacen de ellas su alimento y su fuerza y no quieren saber nada ni escuchar nada después de haber visto y escuchado a Jesucristo, salvación de Israel” (S 70 E 107)

¿Quién es luz, verdad y vida?
¿Quién es nuestro buen pastor?
¿Quién da paz al alma herida
y nos sana con su amor?
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¿Quién camina en las aguas
y a los sordos hace oír?
¿Quién a muertos resucita?
Hoy su nombre quiero oír.
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¿Quién pagó por nuestras culpas
y al mundo redimió?
¿Quién murió y al tercer día
a la muerte derrotó?
¡Es Jesús, es Jesús!
¡Es Jesús, es Jesús!

¡Él es el camino!
¡Él es la verdad!
¡Él es la vida!
¡Es Jesús!

¿Quién es vino y Pan de vida
y nos sacia con su amor?
¿Quién se da en la Eucaristía?
¿Quién nos da la salvación?