Sábado santo – Vigilia pascual


Este sábado no hay Misas ni celebraciones hasta el anochecer, en que celebramos la vigilia Pascual.
Durante el día guardamos una actitud de vigilante espera junto al sepulcro de Jesús.
Recordamos también a los que hoy mueren, fruto de la injusticia y de la violencia, de los mezquinos intereses de otros.
Estamos en constante vigilia esperando el tiempo nuevo de la Vida.


Hermanos míos ¿quién en tales circunstancias no hubiese desesperado? ¡Ay! hombres de poca fe, es así que olvidamos muy a menudo que nunca tenemos más razón para contar con el socorro de lo alto, que cuando faltan los apoyos humanos… ¿Quién como a ejemplo de Abraham, el padre de los creyentes, esperó contra toda esperanza? Cómo me gusta ver (a esa alma) tranquilamente en la noche de la pura fe, sin preocupación del mañana, sin buscar conocer los secretos del porvenir, descansando sólo en Dios, arrojando en su seno las inquietudes que podrían parecer tan legítimas y adorando, sin comprender, los designios escondidos del Señor sobre ella.” (SVII p. 2197) 

Desde el desierto suena una voz,
que llama a la conversión.
En los valles muertos
vida nueva habrá;
el polvo florecerá.

Siempre a mi lado Tú estás,
si caigo me levantarás.
Confío y espero,
mi fuerza es la oración.
Descanso en tu corazón.

Creo en Ti, Tú me has sanado,
por la Cruz he sido salvado.
La victoria está en la resurrección.
La muerte no podrá contra el amor.

Desde las montañas
se asoma el sol
que alumbra con su esplendor.
En los días grises la luz llegará,
los miedos disipará.

Siempre a mi lado Tú estás,
si caigo me levantarás.
Confío y espero,
mi fuerza es la oración.
Descanso en tu corazón.

Lucas 24, 1-12

El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día.
Y las mujeres recordaron sus palabras.
Cuando regresaron del sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos los demás. Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los Apóstoles, pero a ellos les pareció que deliraban y no les creyeron.
Pedro, sin embargo, se levantó y corrió hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas. Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido.

Hoy descubrimos que nuestro camino no es en vano, que no termina delante de una piedra funeraria. Una frase sacude a las mujeres y cambia la historia: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5); ¿por qué piensan que todo es inútil, que nadie puede remover sus piedras? ¿Por qué se entregan a la resignación o al fracaso?
La Pascua, hermanos y hermanas, es la fiesta de la remoción de las piedras. Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la «piedra viva» (cf. 1 P 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo en base a nuestros fracasos,
Él viene para hacerlo todo nuevo, para remover nuestras decepciones. Esta noche cada uno de nosotros está llamado a descubrir en el que está Vivo a aquél que remueve las piedras más pesadas del corazón. Preguntémonos, antes de nada: ¿cuál es la piedra que tengo que remover en mí? ¿Cómo se llama esa piedra?

A menudo la esperanza se ve obstaculizada por la piedra de la desconfianza. Cuando se afianza la idea de que todo va mal y de que, en el peor de los casos, no termina nunca, llegamos a creer con resignación que la muerte es más fuerte que la vida y nos convertimos en personas cínicas y burlonas, portadoras de un nocivo desaliento. Piedra sobre piedra, construimos dentro de nosotros un monumento a la insatisfacción, el sepulcro de la esperanza. Quejándonos de la vida, hacemos que la vida acabe siendo esclava de las quejas y espiritualmente enferma. Se va abriendo paso así una especie de psicología del sepulcro: todo termina allí, sin esperanza de salir con vida.
Ésta es, sin embargo, la pregunta hiriente de la Pascua: ¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? El Señor no vive en la resignación. Ha resucitado, no está allí; no lo busquen donde nunca lo encontrarán: no es Dios de muertos, sino de vivos (cf. Mt 22,32). ¡No entierren la esperanza!

Hay una segunda piedra que a menudo sella el corazón: la piedra del pecado. El pecado seduce, promete cosas fáciles e inmediatas, bienestar y éxito, pero luego deja dentro soledad y muerte. El pecado es buscar la vida entre los muertos, el sentido de la vida en las cosas que pasan. ¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? ¿Por qué no te decides a dejar ese pecado que, como una piedra en la entrada del corazón, impide que la luz divina entre? ¿Por qué no pones a Jesús, luz verdadera (cf. Jn 1,9), por encima de los destellos brillantes del dinero, de la carrera, del orgullo y del placer? ¿Por qué no le dices a las vanidades mundanas que no vives para ellas, sino para el Señor de la vida?»