Nuestra Señora de Luján


Isaías 35, 1-6a.10 o bien Hechos 1, 12-14; 2, 1-4 
Lucas 1, 46-55 (Salmo) 
Efesios 1, 3-14  

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: Mujer, aquí tienes a tu hijo.
Luego dijo al discípulo: Aquí tienes a tu madre.
Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

Había comenzado a desprenderse de aquel Hijo desde el día en que, a los doce años, él le había dicho que tenía otra casa y otra misión que realizar, en nombre de su Padre celestial. Sin embargo, ahora para María ha llegado el momento de la separación suprema. En esa hora está el desgarramiento de toda madre que ve alterada la lógica misma de la naturaleza, por la que son las madres quienes mueren antes que sus hijos. Pero el evangelista san Juan borra toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito en aquellos labios, no presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación. Más aún, reina el silencio, sólo roto por una voz que baja de la cruz y del rostro torturado del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar: es una revelación que marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento extremo en la muerte no es estéril, sino que tiene una fecundidad inesperada, semejante a la del parto de una madre. Exactamente como había anunciado Jesús mismo pocas horas antes, en la última tarde de su existencia terrena: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo».

María vuelve a ser madre: no es casualidad que en las pocas líneas de este relato evangélico aparezca cinco veces la palabra «madre». Por consiguiente, María vuelve a ser madre y sus hijos serán todos los que son como «el discípulo amado», es decir, todos los que se acogen bajo el manto de la gracia divina salvadora y que siguen a Cristo con fe y amor.

Desde aquel instante María ya no estará sola; se convertirá en la madre de la Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y estirpe, que a lo largo de los siglos se unirá a ella en torno a la cruz de Cristo, su primogénito. Desde aquel momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos encontramos con ella en la casa donde sopla el Espíritu de Pentecostés, nos sentamos a la mesa donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en que su Hijo vuelva para llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria. (Via Crucis Vaticano, 2007)


MÁXIMA
María, ruega por nosotros


Es necesario que tu corazón llegue a ser semejante al corazón de María, que esté animado por el mismo espíritu de caridad, de humildad, de celo, de dulzura, de pureza de desprendimiento de las cosas sensibles, de modo que las perfecciones de esta divina Madre resplandezcan, en cierto modo, en todas las palabras como en todas las obras de su hija. Eso es lo que Dios pide de ti. Y como no pide nada que no podamos hacer ¿de qué gracias no va a enriquecernos para hacernos capaces de corresponder a miras tan altas? Esté pues atenta para aprovechar de los socorros tan preciosos que va a concederle, o mejor, que le prodiga, para acercarse cada vez más al modelo que le ha dado, es decir, de María, quien fue llena de gracia y bendita entre todas las mujeres”. (A la Hna Amable Chenu)

Jesús, Camino, Verdad y Vida,
junto con María, Madre de la Iglesia,
te imploramos: Envía tu Espíritu Santo
sobre los pastores reunidos
junto a la tumba del Apóstol Pedro.
Manifiesta a ellos tu voluntad,
para que elijan, con sabiduría y esperanza,
a quien tú quieres por Obispo de Roma
y pastor común de tu Iglesia.
Concédenos a todos una mirada de fe,
para reconocer en él a tu representante,
seguirlo y colaborar con él
en la misión evangelizadora
de todos los pueblos de la tierra.
Amén.

En medio del campo te quisiste quedar
para estar cerca de este pueblo,
que empezaba a andar.
Tus manos juntas rezan confiadas en Dios,
llevan las intenciones
que te presentamos hoy.

Virgen Madre, te lo pedimos,
acompañá a este pueblo, que es peregrino.

Tus pies caminan junto a los nuestros.
Siempre a peregrinar
ellos están dispuestos.
Queremos ir de tu mano
por el buen camino
y así, paso a paso
acercarnos más a tu Hijo.