San Bernardino de Siena – Beata María Crescencia Pérez

Hechos 14, 19-28
Salmo 114, 13-21

Jesús dijo a sus discípulos: Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!
Me han oído decir: Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí, pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.

La PAZ para Jesús no es solo la ausencia de la violencia. Es algo mucho más positivo, más profundo. Paradójicamente, ella puede existir junto a la violencia, en tiempos de muchos problemas. Es algo interno, no externo. Viene de un sentido interior de seguridad, de una convicción que Dios está con nosotros, y nosotros estamos en el lugar apropiado. Es algo que ni siquiera una amenaza de muerte puede arrebatarnos.

La paz puede llegar a nuestros corazones en tiempos de desorden y de problemas, de dolor y de enfermedad. La paz de Cristo, en cierta forma nos llega suavemente y llena espacios de nuestra personalidad que están abiertos a la paz y que necesitan de la paz. Es la paz de la sanación y del perdón, y es la paz que llega al hacer lo que sabemos que corresponde a nuestro llamado. En ocasiones, incluso en los momentos más difíciles de nuestras vidas, podemos percibir esta paz de Jesús.

No hay paz en el pecado. Puede haber comodidad, popularidad, fama e incluso prosperidad, pero no hay paz. “La maldad nunca fue felicidad” (E. Scott). No se puede sentir paz si se lleva una vida que no se halla en armonía con la verdad revelada. No hay paz en el ser de ánimo cruel o contencioso. No hay paz en la vulgaridad, la promiscuidad ni el libertinaje. No hay paz en la adicción a las drogas, al alcohol ni a la pornografía. No hay paz en maltratar a los demás de forma alguna, ya sea emocional o físicamente, ni en el abuso sexual…

Edith Eger, sobreviviente del holocausto comenta: “En Auschwitz, en Mauthausen, en la marcha de la muerte, sobreviví recurriendo a mi mundo interior. Encontré esperanza y paz en la vida dentro de mí, incluso cuando estaba rodeada de hambre, tortura y muerte.”

Juan María le dice a su amigo Bruté: “Espera con profunda paz; confíate en Aquél que puede todo y no engaña nunca. Tienes su palabra; esta palabra ha creado el mundo ¡y temes que el mundo sea más poderoso que ella! ¿Temerás, hombre de poca fe? No, Dios mío, no temo nada. Tú estás con nosotros ¿quién estará contra nosotros?”


MÁXIMA
Jesús nos da su paz


Sé un hombre de fe y todos los pensamientos que te agitan tan penosamente desaparecerán, gozarás de paz y te afianzarás cada vez más en tu santa vocación. (Carta al H. Edmond-Marie, 9 mayo 1853)              

Cocinemos una receta
que llene la Tierra de un nuevo sabor.
Coceremos los ingredientes más sanos
y fuertes para el corazón.
Dulces palabras y abrazos que mezclar.
Llena tu jarra de calma,
de paciencia y amistad.

Echando sal, sal a tu sonrisa,
diciendo sal, sal a todo rencor,
cocinamos gestos llenos de sabor.
Echando sal, sal a la esperanza, 
diciendo ¡sal, sal! al hambre y dolor
cocinamos gestos llenos de sabor.
Cocina en tu corazón una receta de paz.

A fuego lento, guisar cada emoción.
Ser el primero en compartir
con todos tu ración.


MARÍA CRESCENCIA PÉREZ (1897-1932) fue una religiosa argentina de las Hermanas del Huerto. Su lema era ser “toda para todos”. Primero se desempeñó como catequista y maestra en Buenos Aires. Luego se ocupó de los niños enfermos de tuberculosis en Mar del Plata. Habiendo enfermado, se decidió su traslado a Vallenar, en Chile, al hospital que las Hermanas atendían. Allí se dedicó de lleno a cuidar a otros enfermos, hasta su fallecimiento en 1932.