Pentecostés

Al atardecer del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: ¡La paz esté con ustedes!
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.

Hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua. Cincuenta días en los que Jesús se les manifestó reiteradas veces a los suyos, hasta lograr confirmarlos en la fe en el Resucitado. El libro de los Hechos da testimonio de ello. Durante este tiempo Jesús fue cambiándoles la mirada a sus discípulos, fue educándoles la mirada del corazón, fue ayudándoles a descubrirlo presente en el pan partido y repartido, en la comunidad orante, y en el compartir los bienes para que nadie pase necesidad. Proceso que fue lento, pero seguro; proceso que tuvo sus más y sus menos; proceso que culminó con una comunidad sólida y reunida en oración a la espera de la Gran Fuerza que procedería de lo alto, en forma de lenguas de fuego, se fue posando en cada uno y transformándolos en instrumentos arriesgados al servicio del Reino.

El texto de Juan, es lo que podríamos llamar, el Pentecostés joánico. Podemos destacar la contraposición que nos presenta el texto: Por un lado, Jesús, estando las puertas cerradas se presenta en medio de ellos. El cuerpo de Jesús resucitado atraviesa las paredes. En consecuencia, hay una discontinuidad entre el cuerpo del Jesús histórico y el cuerpo de Jesús resucitado. Pero el cuerpo de Jesús resucitado lleva las marcas del crucificado. Se da pues al mismo tiempo una continuidad.
Lo mismo que no podemos contemplar la omnipotencia del amor de Dios en la cruz sin contemplar las perversiones humanas que aparecen en la Pasión; si no queremos banalizar el amor de Dios, tampoco podemos contemplar al resucitado sin ver en Él las marcas del crucificado.
El Jesús resucitado es el Jesús crucificado. Sólo resucita el amor entregado. Como dice Martini, “leamos el texto no tanto como narración histórica de lo que Jesús hizo entre nosotros, cuanto como una narración que quiere presentarnos los modos como Jesús viene espiritualmente y está en la Iglesia”.

Jesús viene a los suyos donde se dan situaciones de acogida. “Y la primera situación de acogida la determina el hecho de que los discípulos están reunidos entre sí, aunque llenos de temor… sin embargo están reunidos y ciertamente en oración, ayudándose mutuamente, en el consuelo recíproco: ahí es donde Jesús viene y manifiesta su presencia”.

Jesús manifiesta su presencia con los dones espirituales de paz y alegría. Esta paz y alegría se traducen en una misión: la única misión del Padre hacia el mundo, que es la de Cristo, ahora es la misión de todos los que están en él. Se trata de una misión que nosotros recibimos identificándonos con el Señor y participando en su deseo de ayudar a la humanidad.
Es una misión que se realiza en el Espíritu. Por el Espíritu, la misión que recibimos nos hace criaturas nuevas. Y nos lleva a aportar el mensaje de que el pecado, la fuerza opresora, puede desaparecer si se acepta entrar en el Señor y recibir su perdón (Hno Merino)

Jesús y sus discípulos:
Jesús se les manifiesta, se les muestra, se les revela, ahora como Resucitado, pero con las huellas evidentes del crucificado, como para que no quede dudas de que es el mismo que caminó con ellos durante 3 años. Los saluda deseándoles la paz, en un momento de turbulencia interior, comunitaria y exterior. La presencia evidente de Jesús los inundó de paz y la alegría a los discípulos y son enviados con la fuerza del Espíritu para atar y soltar, perdonar y retener. La paz está en hacer su voluntad, no la nuestra dirá Juan María.


“Que el Espíritu del Señor descanse sobre ellos” ¡Qué promesa! El descanso del Espíritu sobre un alma es inefable. ¿Quién podrá contar esos secretos de amor, esos misterios del cielo? ¡Un alma muy amada por el Espíritu de Dios! ¡Un alma que pone toda su alegría en enriquecerse, en adornarse, sobre la que Él reposa! ¡Oh, pobre alma mía! ¿Cuándo serás bautizada en el Espíritu Santo? ¿Cuándo extenderá sobre ti sus luces, su paz, todas las riquezas de su gracia? Dejemos todo, vayamos a Jesús...  (Memorial 70 – 71)

Ven, Espíritu de Dios,
inúndame de amor,
ayúdame a seguir.
Ven y dame tu calor,
quema mi corazón,
enséñame a servir.

Ven, Espíritu de Dios,
ven a mi ser, ven a mi vida.
Ven, Espíritu de Amor,
ven a morar, Maranathá!

Hoy la vida que me das,
te invoca en mi dolor,
y clama: Ven Señor.
Ven y cambia mi existir,
transforma mi penar
en glorias hacia Ti.