San Pedro Claver

En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles: Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas, hijo de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura.
Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados; y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

Cuando miramos a los Doce, no encontramos hombres extraordinarios según los criterios humanos: no eran sabios, ni poderosos, ni santos de nacimiento. Eran pescadores, cobradores de impuestos, personas comunes, con debilidades, temores y contradicciones. Sin embargo, Jesús los escogió, no por lo que ya eran, sino por lo que podían llegar a ser en la gracia de Dios.

Aquí descubrimos una verdad profunda: Dios no espera nuestra perfección para amarnos ni para llamarnos. Él toma nuestra pequeñez, nuestra fragilidad, y la transforma en instrumento de su Reino. La vocación no es un premio a los méritos, sino un regalo inmerecido del amor de Dios.

En la vida de los apóstoles se ve claramente el proceso de conversión y de crecimiento. No se hicieron santos de un día para otro. Tropezaron, tuvieron dudas, buscaron honores, llegaron incluso a abandonar a Jesús en la hora de la cruz. Y, sin embargo, el Señor no los rechazó: los siguió formando, los levantó de sus caídas, los sostuvo con su Espíritu. Su historia nos enseña que la santidad no es ausencia de debilidad, sino fidelidad en medio de ella; no es perfección alcanzada de una vez, sino un camino de amor que se recorre paso a paso.

Así obra Jesús también con nosotros. Nos llama con lo que somos: con nuestras luces y sombras, con nuestras incoherencias y miedos. Nos invita a entrar en su escuela, la escuela del amor, donde cada caída puede ser ocasión de aprendizaje y cada límite una oportunidad para experimentar su gracia. Lo esencial es dejarnos transformar, como hicieron aquellos hombres sencillos que, con el tiempo, se convirtieron en columnas de la Iglesia. No hay que olvidarse que ‘Dios no elige a los capacitados, capacita a los que elige’. Y si nos atrevemos a seguirlo, como los Doce, Él hará de nuestra vida una misión que trascienda nuestras fuerzas, porque no se apoya en nuestra perfección, sino en su amor.


Ojalá nunca lo olviden: Bella es su obra; es santa ya que tiene como objetivo no hacer sabios sino santos. Sublime es su ministerio, es divino, pues no sólo se proponen dar a los niños pequeños que les son confiados los cuidados relativos a los intereses de la tierra, sino que están llamados a hacer de esos niños discípulos de Jesucristo, herederos de su reino y de su gloria. (Discurso sobre la obediencia)

Tengo una invitación
para continuar la historia
de mi vida y de los demás,
transformando este mundo
en mi hogar, para amar.

Yo lo escuché y digo que sí
a sus palabras que llegaron a mi alma.

Yo los envío,
son parte de esta historia (bis)

Vamos creando lazos
con Jesús a nuestro lado,
sintiéndonos hermanos,
caminando a la frontera sin dudar
para amar.

Menesiano, vení, digamos que sí,
a escribir otra página en la historia.


PEDRO CLAVER (1580-1654) fue un sacerdote jesuita español que se dedicó a la defensa de los esclavos africanos en Cartagena de Indias, Colombia. Nació en Verdú, Cataluña, y entró en la Compañía de Jesús, donde se formó en humanidades, filosofía y teología.
Enviado a América, fue ordenado sacerdote en Cartagena en 1616. Allí se encontró con la dramática realidad del comercio de esclavos: cada año llegaban barcos cargados de hombres, mujeres y niños en condiciones inhumanas. Pedro Claver hizo un voto solemne de ser «esclavo de los esclavos para siempre», y durante casi 40 años se entregó a su cuidado.
Visitaba los barcos apenas llegaban, llevando agua, comida, medicinas y consuelo espiritual. Bautizó a más de 300.000 esclavos y luchó contra los abusos de los traficantes y dueños. También se ocupaba de enfermos, pobres y marginados en la ciudad.
Murió en Cartagena en 1654 y fue canonizado en 1888. Es patrono de los misioneros y de los derechos humanos en América.