Beato Pedro de Alcántara

Colosenses 3, 12-17
Salmo 150, 1-6

Jesús dijo a sus discípulos: Yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por lo que los difaman.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.
Hagan por lo demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes.
Si aman a aquéllos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquéllos que los aman.
Si hacen el bien a aquéllos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores.
Y si prestan a aquéllos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.

Este pasaje del Evangelio nos pone frente al corazón mismo del mensaje de Jesús: el amor que va más allá de lo humano, el amor que imita al Padre.
Amar a quienes nos aman es natural, no requiere gracia especial. Pero Jesús nos llama a un amor que rompe la lógica del mundo, que no responde con odio al odio, ni con venganza a la ofensa. Nos invita a amar a los enemigos, a bendecir a los que nos maldicen, a orar por los que nos hacen daño. Eso no es debilidad, es fortaleza que nace de Dios, porque sólo quien se sabe amado por el Padre puede dar un paso tan alto.

El discípulo de Cristo está llamado a vivir en gratuidad: hacer el bien sin esperar recompensa, dar sin esperar recibir, perdonar sin llevar cuentas. Esa es la manera en que se refleja en nosotros la bondad del Altísimo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, que no deja de ser Padre aun cuando sus hijos le vuelven la espalda.
Ser misericordiosos como el Padre significa dejar que su amor nos transforme, hasta el punto de mirar al otro –incluso al enemigo– con ojos nuevos. No se trata de justificar el mal, sino de responder con un amor que no se deja contaminar por el odio.

Este camino es difícil, pero es también el único que da paz verdadera y libertad interior. Al amar sin medida, nos hacemos hijos en el Hijo, herederos de la alegría del Reino.


MÁXIMA
Ama a todos sin distinción


Su sangre (de Jesús) ha gritado misericordia en la eternidad por ti, por mí, por el primer hombre y por el último. Cuando te presentes ante el gran Juez verás a tus antepasados cubiertos por esta sagrada sangre, como lo estarás tú mismo. ¡Oh hermano mío!, entonces ¿qué será de tus excusas? (Memorial 67)

Para avanzar me basta tu mirada,
la mano amiga de la comunidad,
el cuerpo roto, la Sangre derramada
y un mundo joven sediento de unidad.

Para avanzar unamos nuestras manos,
creando lazos, en camino tras la Paz.
que Juan María nos llama a ser hermanos,
signos visibles de fraternidad.

Un deseo nos convoca, se hace nuestro,
y dirige nuestros pasos hasta el fin:
el anhelo expresó Jesús Maestro
“Que los niños vengan todos junto a mí”.

Y nos urge la palabra recia y fuerte
que nos dice Juan María: “Por favor,
no pueden dejar los niños a su suerte,
denles el pan, denles la fe, denles amor”.

Por los pobres, los pequeños, y excluidos
los que pierden la sonrisa, el porvenir…
Con mi mano que se alcen los caídos
con mis labios, brote un nuevo sonreír.

Ven conmigo y pintaremos de alegría,
los rincones más oscuros de tu hogar,
Soy tu ángel, tu hospital de noche y día.
Te doy alas de esperanzas y a volar.


El Beato PEDRO DE ALCÁNTARA (1499-1562) fue un fraile franciscano español, nacido en Alcántara (Cáceres). Desde joven abrazó la vida religiosa en la Orden de los Franciscanos, destacándose por su austeridad, penitencia y profundo espíritu de oración. Fundó varios conventos reformados, impulsando una vida más estricta y pobre dentro de la Orden. Fue consejero espiritual de Santa Teresa de Jesús, a quien animó en la reforma del Carmelo. Es recordado por su humildad, su entrega total a Dios y su amor a la pobreza evangélica. Murió en olor de santidad en 1562 y fue canonizado en 1669 por el papa Clemente IX.