San Juan Macías – Santos Cornelio y Cipriano

Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba.
Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: No llores.
Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron y Jesús dijo: Joven, yo te lo ordeno, levántate.
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo.
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

La compasión de Jesús no era un sentimiento pasajero ni una simple lástima frente al dolor humano. Era un amor profundo, que lo movía siempre a la acción. Cada vez que el Evangelio dice: “Jesús se compadeció”, inmediatamente después lo vemos curando a un enfermo, dando de comer a los hambrientos, consolando a los que lloran o devolviendo la esperanza a los marginados.

La compasión de Jesús nace de un corazón que sabe mirar con los ojos de Dios. Donde otros veían pecadores, él veía hijos amados; donde había multitudes cansadas y sin rumbo, él reconocía ovejas que necesitaban un pastor. Su compasión no juzga, sino que abraza; no se queda en palabras, sino que transforma las heridas en vida nueva.

Esa misma compasión hoy se extiende a cada uno de nosotros. Jesús se acerca a nuestras pobrezas, a nuestras lágrimas y a nuestras luchas, no para condenarnos, sino para levantarnos. Y al mismo tiempo, nos invita a imitarlo: a tener un corazón capaz de sentir con los demás, de detenernos ante el sufrimiento del hermano, de transformar la indiferencia en gestos concretos de amor.

Seguir a Jesús es dejar que su compasión se haga carne en nuestras manos, en nuestras palabras y en nuestra vida.


En la unión con Dios, principio de toda luz, de toda sabiduría, de toda vida, encontraremos nuestro consuelo, nuestra alegría y nuestra fuerza. (Medios para conservar los frutos del retiro)

Los lirios del campo y las aves del cielo
No se preocupan
porque están en mis manos.
Tené confianza en mí,
acá estoy junto a vos.
Amá lo que sos y tus circunstancias.
Estoy con vos, con tu cruz en mi espalda.
Todo terminará bien.
Yo hago nuevas todas las cosas.

Yo vengo a traerte vida,
vida en abundancia, en abundancia.
Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida,
Vida en abundancia, en abundancia.

No hice al hombre para que esté solo.
Caminen juntos como hermanos,
sopórtense mutuamente,
ámense unos a otros.

La felicidad de la vida eterna
empieza conmigo en la tierra.
Sentite vivo,
la fiesta del reino comienza acá.


Juan de Arcas Sánchez, conocido como San JUAN MACÍAS (1585-1645) fue un religioso dominico español que evangelizó el Perú. Vino a América en 1620 y trabajó primero con ganaderos en la afuera de la ciudad de Lima. En 1622 entró con los dominicos. Era un hombre de gran bondad, que lo llevaba a repartir a los pobres lo que tenía. Fue amigo de Martín de Porres y coetáneo de Santa Rosa. Ayudaba a los más necesitados atendiendo el portón del monasterio. Era frecuente ver a los mendigos, los enfermos y los desamparados de toda Lima que acudían buscando consuelo. La clase alta tampoco era ajena a sus consejos; incluso el propio virrey Toledo y la nobleza de Lima acudían a él. Fue canonizado en 1975 por el papa Pablo VI.

San CORNELIO fue Papa entre los años 251 y 253, en tiempos de persecución contra los cristianos. Defendió la unidad de la Iglesia frente a divisiones internas, especialmente ante quienes se habían alejado de la fe durante las persecuciones. Sufrió destierro por orden del emperador Galo y murió mártir.
San CIPRIANO, obispo de Cartago, fue un gran pastor y escritor cristiano del siglo III. Colaboró estrechamente con Cornelio y lo apoyó en la defensa de la misericordia hacia los pecadores arrepentidos. Fue perseguido bajo el emperador Valeriano y murió decapitado en el año 258.
Ambos son recordados como pastores firmes, defensores de la fe y mártires de Cristo. Su fiesta conjunta se celebra el 16 de septiembre.