San Ignacio de Antioquía

Se reunieron miles de personas, hasta el punto de atropellarse unos a otros.
Jesús comenzó a decir, dirigiéndose primero a sus discípulos: Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía.

No hay nada oculto que no deba ser revelado, ni nada secreto que no deba ser conocido.
Por eso, todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad, será escuchado en pleno día; y lo que han hablado al oído, en las habitaciones más ocultas, será proclamado desde lo alto de las casas.
A ustedes, mis amigos, les digo: No teman a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más.
Yo les indicaré a quién deben temer: teman al que tiene el poder de arrojar a la Gehena. Sí, les repito, teman a ese.
¿No se venden acaso cinco pájaros por dos monedas?
Sin embargo, Dios no olvida a ninguno de ellos.

Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros.

Señor, me llama poderosamente la atención lo que se dice de Ti. Miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Me pregunto: ¿Qué tenía tu persona que tanto atraía a la gente? ¿Por qué la gente se pisaba por escucharte? Había en Ti algo inefable, misterioso. Brillaban tus ojos con luz propia. De tus labios salían palabras de bondad, de sabiduría, de gracia. Y, sobre todo, de verdad, de coherencia, de no decir nada que antes no lo hubieras hecho vida. Enséñame a vivir como Tú para poder dar un auténtico testimonio de Ti ante el mundo.

Hay algo que Jesús no puede tragar: la hipocresía. No se puede vivir una doble vida. No se puede encender una vela a Dios y otra al diablo. No se puede ser cristiano en el templo y pagano en la calle. Ni tampoco se puede uno guardar “lo que ha visto y oído”. Lo vivido, lo sentido, lo experimentado hay que proclamarlo.
Sabemos que, en tiempo de Jesús, en las casas no había tejas sino azoteas, Allá se tenían diálogos, conversaciones, tertulias que, lógicamente, se escuchaban en la calle. A esto alude Jesús. Estamos en unos tiempos en los que debemos convertir nuestras casas en “terrazas” y proclamar públicamente nuestra fe.

A la crisis de Dios sólo se puede responder con la pasión por Dios” (Metz). Hoy más que nunca la Iglesia necesita hombres y mujeres apasionados de Dios, que no pueden callar lo que ellos “han visto y oído”. No hay que tener miedo. “Dios cuida hasta de los pajarillos y los cabellos de nuestra cabeza los tiene contados”.
Dios, que se preocupa hasta de lo más pequeño, ¿se va a olvidar de nosotros que somos sus hijos? Él está siempre con nosotros hasta el fin del mundo.
Salgamos a la calle, a los lugares más alejados, a las periferias, pero sin miedos ni complejos. Pero salgamos convencidos de que llevamos la mejor mercancía: El Evangelio de Jesús, capaz de hacer felices a las personas.

Señor y Dios mío, antes de acabar esta oración, quiero pedirte que me llenes de tu Espíritu, que viva ilusionado por Ti, que tenga experiencias fuertes de tu amor. Qué, desde mi propia vida, sepa dar alternativas nuevas a tanta gente que va por la vida sin haber descubierto su sentido y pasa la vida sin saber para qué está en este mundo. Que sepan que se puede vivir alegre, que la vida es hermosa, que hay un Dios que nos ama apasionadamente. Y que lo ha demostrado no con meras palabras sino muriendo por nosotros en la Cruz.


Ánimo pues, no teman, Dios estará con nosotros. Estrechen cada vez más los lazos que los unen a Él, ámenlo cada día más. (S VII 2230)

No recibimos el espíritu de Dios
para seguir viviendo esclavos,
sino que hijos adoptivos, el Señor,
nos hizo por su hijo amado.
Y es el espíritu quien hoy
dice en nuestro corazón:
“No tengan miedo de ser santos”.
Él, a su lado, nos llamó
Y, convocados por su amor,
todos unidos le cantamos.

No tenemos miedo, no (4)

Cae la tarde, pierde el día su fulgor
y el miedo crece entre las sombras.
Pero, en la noche, el creyente corazón
espera el brillo de la aurora.
Así, despierto, nuestro amor
espera el mensajero albor
del día que ya está llegando.
Sus centinelas somos hoy,
testigos de ese nuevo sol
que es Jesús resucitado.

Y así, en Cristo alimentamos la esperanza
de construir la civilización del amor.
El amor de Dios inclina la balanza.
Si a nuestro lado está,
¿quién nos podrá enfrentar?

Ya no podemos, por la gracia del Señor,
permanecer indiferentes.
Ya no podemos resignarnos al dolor,
a la miseria, a la muerte.
Dios nos invita a iluminar
con nuestra vida pastoral
las realidades en penumbras.
Y es nuestra apuesta, nuestro plan
de transformar la realidad
con su presencia y con su ayuda.

Si en la balanza de este mundo y su dolor,
más que el amor, pesan las armas;
si manda el dólar,
si la guerra y la opresión
nos acorralan la esperanza,
aún hay oportunidad
para jugarse de verdad,
para no darse por vencido.
Hay un camino que tomar
por los humildes, por la paz
por la verdad de Jesucristo.

Y así, en Cristo alimentamos la esperanza
de construir la civilización del amor.
El amor de Dios inclina la balanza.
Si a nuestro lado está,
¿quién nos podrá enfrentar?


San Ignacio de Antioquía fue un obispo y mártir cristiano del siglo I y comienzos del II. Nació en Siria y fue discípulo del apóstol San Juan. Fue el tercer obispo de Antioquía, una de las primeras comunidades cristianas importantes. Durante la persecución del emperador Trajano, fue arrestado por su fe y llevado a Roma para ser ejecutado. En el camino escribió siete cartas a distintas comunidades cristianas, en las que animaba a mantenerse firmes en la fe, a vivir en unidad y a obedecer a los obispos. Murió en Roma, devorado por las fieras, alrededor del año 107. Su valentía y sus escritos lo convirtieron en uno de los Padres Apostólicos más importantes de la Iglesia primitiva.