San Juan Diego

Jesús dijo a sus discípulos:
¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió?
Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron.
De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.

“Dios es un Dios que busca: busca a todos aquellos que están lejos de Él. Como el pastor, que va a buscar a la oveja perdida. El trabajo de Dios es ir a buscar para invitar a la fiesta a todos, buenos y malos. Dios no tolera perder a uno de los suyos.
Pero esta será también la oración de Jesús, en el Jueves Santo: «Padre, que no se pierda ninguno de los que Tú me has dado». Es un Dios que camina para buscarnos y tiene una cierta debilidad de amor por los que están más alejados, que se han perdido… Va y los busca.
¿Y cómo busca? Busca hasta el final, como estos pastores que van en la oscuridad, buscando, hasta que la encuentra; o como la mujer, que cuando pierde la moneda enciende la lámpara, barre la casa y busca con cuidado.
Así busca Dios. A este hijo no lo pierdo, ¡es mío, y no quiero perderlo! Este es nuestro Padre: siempre nos busca”. (Papa Francisco, 7 de noviembre de 2013)


Dios te cubre con sus alas, y te lleva de la mano como a un niño pequeño que él acaricia, que lleva, que adormece dulcemente en su seno. ¡Ah! Ámalo mucho, no mires más que a él, no escuches otras voces que la suya, que él sea todo para ti. (A Querret)

Si me escondo en lo profundo
tu mirada me alcanzará.
Si camino por los valles,
allí tu mano me guiará.

No hay lugar lejano,
no hay sombra que me aparte.
Tu presencia me rodea
y me sigue en todo instante.

¿Adónde iré sin tu presencia,
si tú eres mi respirar?
Eres mi fuerza, mi refugio.
Tu amor me vuelve a levantar.

En la cima de los montes
cantas conmigo sin cesar.
En las noches más oscuras
tu luz me vuelve a alcanzar.

Tuyo soy por siempre.
Mi alma descansa en Ti.
Nunca me dejarás, Señor.
Tu presencia vive en mí.


San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474–1548) fue un indígena del actual México, conocido por haber recibido las apariciones de la Virgen de Guadalupe en diciembre de 1531. Era un hombre sencillo, humilde y de profunda fe, bautizado alrededor de 1524 tras la llegada de los misioneros franciscanos.
Según la tradición, la Virgen María se le apareció en el cerro del Tepeyac y le pidió que fuera a ver al obispo para solicitar la construcción de un templo en ese lugar. Después de varias visitas, y para que el obispo creyera, la Virgen hizo que brotaran flores de Castilla en pleno invierno y las colocó en la tilma de Juan Diego. Cuando él abrió la tilma frente al obispo, quedó impresa milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe, signo que confirmó la veracidad del mensaje.
Tras las apariciones, Juan Diego vivió cerca del santuario del Tepeyac, dedicado a la oración, al servicio de los peregrinos y al anuncio de la fe. Fue reconocido por su santidad, sencillez y obediencia a la voluntad de Dios. San Juan Diego fue canonizado por San Juan Pablo II en 2002.